jueves, 16 de septiembre de 2010

Naturaleza y cultura en Victor de L' Aveyron

                                                                                  

1. El pequeño salvaje.

Abordaremos el problema de la distinción entre naturaleza y cultura a través del comentario de la famosa película de François Truffaut (L'enfant sauvage, 1969). Como es sabido, el film narra el proceso de educación de un niño ferino por un pedagogo tras ser encontrado en un bosque del sur de Francia en 1799.

2. Cuando Victor de L´Aveyron aparece en el bosque presenta un cuadro de comportamiento típico de los animales. Describiremos esos rasgos.

Como los animales, Victor reacciona a aquellos estímulos que están relacionados estrictamente con su supervivencia. Así, frente a los cazadores, se siente amenazado y huye y hasta trata de escapar cuando es finalmente capturado por ellos. Por lo demás, lo vemos desplazarse apoyándose sobre las manos, rasgo que comparte con los animales cuadrúpedos. Pero la similitud no va más allá, pues el niño salvaje presentaba también características que no se encuentran en los animales. Jean Itard nos habla en su informe de una criatura presa de movimientos espasmódicos y a ratos convulsivos, con los ojos sin fijeza ni expresión, que sin cesar divagan de un objeto a otro… Se nos describe aquí el estado de inhibición de los sentidos de Victor, estado que no se observa en ningún animal que conozcamos y que no viva en estado de cautividad. Esta inhibición de los sentidos se corresponde con una inversión de los mismos si se le compara con un miembro de su especie. En la escena de la biblioteca en la que Itard espera junto a un colega la llegada de Victor, el pedagogo lee un artículo en el que se dice: Este niño, casi sordo y mudo presenta rasgos extraños. En él se invierte el orden de los sentidos. El olfato es el más desarrollado. Le siguen el del gusto, la vista y, por tanto, el tacto. Victor podría compararse, pues, con aquellos animales que presentan este mismo orden en el desarrollo de sus sentidos. Pero debe tenerse en cuenta que, como se observa en la escena del estudio antropométrico, el salvaje no se diferencia exteriormente de otros niños.

3. Itard somete al niño a una serie de tareas con el fin de educarlo. Describiremos esas tareas y los progresos de Victor en la educación de las funciones sensoriales, intelectuales, morales y sociales, y los métodos empleados para conseguirlo… Analizaremos también el papel de Itard y la sra. Guérin en la educación de Victor.

Tras la primera estancia del pequeño salvaje en la institución de sordomudos de París, en la que no fue más allá de ser exhibido “como un monstruo de feria”, Itard consigue que el estado le confíe su educación llevándoselo a su casa en las afueras de la capital. Una vez allí, lo primero que Itard y la sra. Guérin (su ama de llaves) hacen con el muchacho es asearlo y darle una apariencia civilizada. Este cambio de aspecto viene acompañado de ejercicios destinados a estimular la psicomotricidad del niño salvaje así como a educar sus embotados sentidos. Un primer progreso a este respecto en relación al sentido del olfato se produce cuando Itard consigue que Victor no estornude ante cualquier cosa que se le ofrece: Aunque tiene la costumbre de olfatear cuanto se la da, hoy le he llenado de rapé las fosas nasales sin que se produzca el estornudo. El mismo fin tiene la escena en la que Victor toma un baño de agua casi hirviendo. Ante las quejas de la señora Guérin, el pedagogo contesta: Lo que pierda en fuerza muscular, lo ganará en sensibilidad nerviosa. En esta misma escena observamos que la primera fase de la instrucción de Victor consiste precisamente en la educación de sus funciones sensoriales. –Sra. Guérin: Lo que observo es que no nos comprende. ¿Es que tal vez no nos oye? –Jean Itard: Nos oye sin escucharnos, igual que nos mira sin ver. Nosotros vamos a enseñarle a mirar y a escuchar. De los progresos conseguidos por Victor tras esta primera instrucción nos da cuenta Itard cuando afirma en la escena en la que se dirigen a la casa de un amigo: Quien se cruzase con nosotros en el camino, creería ver un muchachito semejante a los demás salvo en su torpe modo de andar… lo que se advierte en su dificultad de ajustarse a mi paso y en su tendencia a trotar y galopar. Observamos que en esta fase se trata de educar lo que podríamos llamar, con la escuela multifactorialista, los factores perceptovisuales de la inteligencia del niño salvaje, en especial el factor espacial o la aptitud para percibir relaciones espaciales y posiciones de los cuerpos en el espacio. Itard consigue en esta primera fase afianzar el que, sin duda, es el signo exterior más distintivo de la condición humana: la postura erguida.

A continuación, el doctor Itard trata de educar las funciones intelectuales del muchacho. La primera tarea a este respecto consiste en captar la atención de Victor. Itard toma una nuez y tres cubiletes, esconde la nuez en uno de ellos, luego mueve los cubiletes y trata de que Victor averigüe dónde está la nuez: Me esfuerzo en captar su atención con entretenimientos relacionados con las necesidades digestivas. El método empleado se asemeja al aprendizaje recompensa, una modalidad del aprendizaje instrumental, pues el niño aprende supuestamente gracias a la recompensa que obtiene (el alimento). Entre los factores intelectuales superiores, el que resulta educado aquí es el factor aplicación, o sea, la aptitud para ejecutar una labor sin errores, pese a hacerla rápidamente (la atención). Más tarde, veremos cómo nuestro pedagogo complica el juego de los cubiletes tratando de no asociar una recompensa al aprendizaje ya que en lugar de una nuez introduce bajo el recipiente un soldado de plomo. Dado que el interés no interviene esta vez en la fijación de la atención es lógico que a Victor le cueste más adivinar dónde está el soldado. Al discriminar el factor decisivo en la fijación de las imágenes, el interés, Itard consigue que lo que Victor aprende no se asocie necesariamente a una recompensa.

En la escena en la que Victor golpea la llave de una puerta tras la que se halla la leche que suele tomar cuando visitan al amigo de Itard, observamos cómo las destrezas digitales y manuales (factores psicomotrices de la inteligencia) del joven están aún por desarrollar. Itard le enseña a Victor cómo debe poner los dedos sobre la llave y girar la muñeca para que la puerta se abra. A continuación deja que lo haga él solo. Viendo que no lo consigue por sí mismo vuelve a repetir el proceso con su ayuda. Itard trata aquí mediante la repetición que Victor imite una conducta para que aprenda. Como en el ejemplo de la nuez estamos ante un aprendizaje recompensa, pues el premio si lo hace bien es esta vez el ansiado tazón de leche. Podemos decir que hasta este momento, Itard, sólo se ha ocupado de la que podemos llamar, con Thorndike, la inteligencia práctica de Victor, inteligencia encaminada a la manipulación de objetos (exceptuando su fabricación hasta que no logra construir un portatiza en una fase más avanzada de su instrucción), la cual es de vital importancia para adaptarse a nuevas situaciones. Por lo demás, las continuadas visitas a casa de su amigo están destinadas a desarrollar la inteligencia social y emocional del niño, facilitando así las relaciones de Victor con otros seres humanos.

Si bien Itard ha emprendido el trabajo de educar las funciones intelectuales de su pupilo, ello no significa que haya que dar por terminado el trabajo con las funciones sensoriales: ambas se complementan. De hecho, en la escena en la que trata de estimular los umbrales de su percepción auditiva mediante instrumentos, el propio Itard reconoce que se ha precipitado, pues no hace más de tres meses que está con el niño y no se ha preocupado de despertar sus oídos comprensiblemente atrofiados, ya que durante años sólo le sirvieron para percibir la caída de un fruto o la proximidad de un animal peligroso. Precisamente en la escena del soldado de plomo y los cubiletes, destinada a fijar su atención, la sra. Guérin e Itard se percatan de que Victor parece darse cuenta de dónde proviene el sonido, reaccionando sobre todo al fonema “o”. Es entonces cuando le dan un nombre, “Victor”, que él reconoce gustosamente volviéndose cada vez que le llaman. Si antes, este niño tenido por sordo, sólo se volvía cuando cascaban una nuez a sus espaldas, ahora es capaz de reconocer un sonido tan distintivamente humano como el que viene dado por la pronunciación del nombre. Pero es dudoso que Victor supiera que ese era su nombre.

A partir de aquí comienza quizá la fase decisiva en el proceso de educación de Victor: la adquisición del lenguaje. Aprovechando la familiaridad del sonido “o” cuando pronuncian su nombre, la sra. Guérin e Itard tratan de que el niño se familiarice igualmente con el sonido “a”. En la escena en la que aparecen los tres almorzando ante la mesa, Itard impide que Victor tome un vaso de agua si antes no pronuncia la palabra “agua”, eau en francés. Pero ante el fracaso, Itard decide probar suerte con otro alimento, la leche, consiguiendo en la secuencia de la ventana que enmarca la escena donde aparecen los tres que el niño salvaje pronuncie con mucho esfuerzo su primer sonido articulado, “lait”, leche. Una vez más se condiciona en este caso el aprendizaje mediante una recompensa asociada a las necesidades biológicas del joven. Pero la conclusión de Itard dista mucho de ser eufórica: Era la primera vez que salía de su boca un sonido articulado. La sra. Guérin lo escuchó con la más viva satisfacción. En cuanto a mí, una reflexión rebajó en mucho el valor del primer éxito: el sonido emitido con gesto compungido no lo había logrado sino después de llenarle la taza, cuando ya había abandonado la esperanza de obtener la leche. En efecto, Victor emite su sonido cuando Itard ya había desistido en su empeño por que pronunciara la palabra “leche” para obtenerla, lo cual le indujo a pensar que el niño no había sustituido su manera habitual de pedir la leche golpeando el tazón con las palmas de las manos por la palabra y mucho menos que asociara algún significado al sonido como tal. Simplemente se había limitado a reproducir el sonido cuando ya se le había concedido la leche. A la misma conclusión llega el doctor en la escena siguiente en la que esconde el tazón de leche en un armario para que Victor se lo pida pronunciando la palabra. Pero la pronunciación no llega sino cuando el doctor le ofrece el tazón tras observar que Victor no consigue hablar: No, aquello no era lo que yo esperaba. Si la palabra hubiese brotado antes de la concesión de la cosa deseada habría sido un triunfo, la señal de que había captado el verdadero sentido de la palabra, de que nos unía un punto de comunicación que presagiaría un progreso rápido. Pero sólo habíamos obtenido una expresión del placer que experimentaba sin significado para él e inútil para nosotros. Es evidente que el doctor Itard se hallaba aquí en el punto crítico del proceso de educación del niño salvaje. Si hubiera conseguido que Victor comprendiese que esos sonidos emitidos por su boca “significaban” cosas habría elevado al muchacho a esa dimensión simbólica que nos hace propiamente humanos y que nos distingue no ya cuantitativa, sino cualitativamente del resto de los animales. Si Victor hubiera comprendido la función simbólica de los signos que le enseñaba su maestro habría ingresado de pleno derecho en la comunidad humana superando definitivamente su estado de postración cultural.

Aprovechando la pasión que siente Victor por el orden, un síntoma inequívoco de que la memoria del niño funciona, el doctor Itard emprende una serie de tareas destinadas a desarrollar la potencia simbólica de la inteligencia del muchacho. Tras un primer intento fallido en el que Itard dibuja sobre una pizarra tres figuras para que Victor le vaya trayendo los objetos correspondientes, decide colocar la misma pizarra sobre la pared colgando bajo las figuras los objetos con la intención de que el muchacho los vaya poniendo de nuevo en su lugar correspondiente. El factor memoria inmediata es el que sale reforzado en este ejercicio mediante la fijación de las imágenes en el cerebro del joven. Una vez más el aprendizaje culmina con una recompensa. En una escena memorable en la que el niño salvaje aparece junto a una ventana, tras la realización del ejercicio, bebiendo con deleite su vaso de agua, el doctor Itard nos hace la siguiente confesión: Victor ha conservado una marcada preferencia por el agua y la forma en la que la bebe demuestra la satisfacción que siente. Lo hace casi siempre junto a la ventana, mirando al campo, como si este hijo de la naturaleza, en ese instante de deleite, quisiera unir los dos bienes que le quedan de su pérdida libertad: beber agua clara y ver el campo y el sol.

Itard repite la tarea anterior, pero con la novedad de que ahora escribe los nombres de los objetos sobre las figuras de los mismos. Fijándose en las imágenes, el niño consigue colocar los objetos en su lugar, pero fracasará cuando su maestro decide aumentar la complejidad de la prueba. En efecto, como dice Itard, alentado por los primeros éxitos, decidí reemplazar aquel rudimentario sistema de comparación por otro más difícil. Escribí sobre los objetos representados por su nombre y borré las figuras confiando en que Victor no vería en este procedimiento más que un cambio de dibujo que seguiría siendo para él el signo del objeto. Pero está claro que, al aumentar de esa manera el nivel de complejidad del ejercicio, el niño no pudo realizarlo con éxito. Itard lo reconoce: He incurrido en un grave error. Si no he sido comprendido por mi alumno, la culpa es mía y no suya. Del dibujo de un objeto a su representación alfabética la distancia es inmensa y la dificultad insuperable para Victor en su fase de instrucción. Debo hallar un método más afín a sus facultades aún embotadas con el cual cada dificultad vencida lo ponga en el nivel de la que hay que vencer a continuación. Es fácil comprender por qué la diferencia entre ambos tipos de signos es tan grande: mientras los dibujos guardan una relación de semejanza con los objetos representados por ellos, no ocurre lo mismo con las letras, pues éstas constituyen signos convencionales que no se parecen a las cosas.

Con el fin de que Victor aprenda el alfabeto, Itard manda construir un tablero de madera para que el joven salvaje aprenda sus primeras letras colocándolas en sus moldes correspondientes. Victor aprende pronto a clasificar las letras, pero lo hace mediante un método ingenioso que consiste en colocarlas al pie del tablero en sentido inverso al de su clasificación alfabética con el fin de ordenarlas de forma mecánica. Dicho sistema, como dice Itard, le ahorra a la vez tener "memoria, comparación y juicio". Tanto es así que cuando el doctor fuerza a su alumno a que ordene las letras prescindiendo de ese sistema ingenioso, el muchacho sufre un ataque que le impide hacer el ejercicio. Pero tras repetidos esfuerzos, el salvaje de l’Aveyron aprende no sólo a colocar las letras en orden alfabético sin su ingenioso sistema, sino incluso a ordenarlas en otro orden. Pronto sabrá que la secuencia de letras “l”, “a”, “i”, “t” se refiere a la leche, como apreciamos en la escena en la que visitan de nuevo la casa de los amigos de Itard y el muchacho pide su tazón colocando sobre una mesa las cuatro letras de madera que significan “leche”. En la escena en la que Victor trae ante su profesor los objetos que éste le indica señalando sus nombres escritos sobre la pizarra se demuestra que el niño ha aprendido a atribuirles un significado que antes no comprendía en absoluto. Pero si Victor parece que se eleva aquí hasta un nivel que hacía presagiar un progreso rápido, ¿por qué, sin embargo, como sabemos por la historia, no llegó a aprender más que unas pocas palabras? ¿Es que Victor no supo nunca que los signos, no siendo ellos mismos cosas, se refieren a cosas en ausencia de las mismas? ¿No demuestra su caso que lo que no se aprende en la primera infancia no puede ser aprendido en una edad posterior? ¿Son los niños salvajes irrecuperables para la sociedad y la cultura?

Pero Itard conservaba un as en la manga para saber si el niño era plenamente humano: probar su sentido de la justicia. En efecto, hasta ahora lo había recompensado cuando hacía algo bien y lo castigaba cuando hacía algo mal, pero a Itard le parecía que su alumno se corregía por temor o por la esperanza del premio y no por una razón moral desinteresada, por lo que decide castigarlo después de haber realizado una prueba sencilla que haya resuelto bien para comprobar si el niño se rebela, con lo que tendría la prueba inequívoca de que Victor estaba en posesión del sentimiento de lo justo y de lo injusto. Y, efectivamente, el niño salvaje se rebela en la escena en la que Itard trata de encerrarlo en el cuarto oscuro después de haber realizado bien la tarea que le encomendó. El doctor tenía la prueba de que el sentimiento de lo justo y de lo injusto ya no era extraño al corazón de Victor. Al darle o, más bien, al provocarle ese sentimiento acababa de elevar al hombre salvaje a la altura del hombre moral por su mejor característica y más noble atributo.

Y con esta prueba inconfundible de la humanidad de Victor concluye la película de Truffaut. En el informe que iba a remitir a su Excelencia antes de que el pequeño salvaje volviera después de una breve escapada, el pedagogo se mostraba optimista sobre los progresos alcanzados en la educación del niño: Puedo afirmar a su Excelencia que ya poseía el libre ejercicio de todos sus sentidos, daba prueba continua de atención, de reminiscencia, de memoria. Podía comparar, discernir y juzgar, aplicar, en suma, su entendimiento a los objetos relativos a su instrucción. Este hijo del bosque había logrado soportar la vida en la casa y esos felices cambios habían ocurrido sólo en nueve meses.

4. ¿Qué pretende Itard al inculcarle el sentido de la justicia?

Itard desea comprobar, sometiéndolo a una injusticia, si el pequeño salvaje había adquirido el sentido moral de lo bueno y lo malo.

5. ¿Podemos reconocer en esta película las tesis según las cuales “la cultura afecta a la totalidad de la vida” y “en los humanos se ha convertido en una segunda naturaleza”?

Reconocemos, en efecto, ambas tesis, con la importante matización de que, en la medida en que incide sobre toda nuestra vida, la cultura no es una “segunda naturaleza”, sino nuestra única posibilidad de supervivencia y, por tanto, nuestra verdadera “naturaleza”. El hombre es cultural por naturaleza. La prueba de ello en la película es que todas las funciones de Victor, comenzando por las sensoriales y terminando por las intelectuales y afectivas, deben ser redefinidas por la cultura si es que se quiere hacer de él un hombre.

6. Comentaremos a continuación las conclusiones del informe de Jean Itard:

-  “Que el hombre es inferior a muchos animales en el puro estado de naturaleza; estado de incapacidad y de barbarie, que sin fundamento se ha querido pintar de los colores más halagüeños…”

- “Que la superioridad moral que se pretende connatural al hombre no es sino el resultado de la civilización, la cual lo eleva por encima de los otros animales”.

- “Nuestra propiedad esencial son las facultades imitativas y la inclinación continua a buscar nuevas sensaciones en necesidades nuevas”.

- “Que semejante fuerza imitativa, destinada a la educación de sus órganos, y sobre todo al aprendizaje de la palabra, siendo más vigorosa y activa en los primeros años de la vida, se debilita rápidamente con la edad, el aislamiento y toda clase de causas tendentes a embotar la sensibilidad nerviosa; de ahí que la articulación de los sonidos, que es sin ningún género de dudas el más extraordinario y útil de todos los resultados de la imitación, tenga que padecer dificultades sin cuento en cualquier edad que no sea la primera infancia”.

Itard destaca en estas conclusiones, en primer lugar, la falsedad del mito rousseauniano del “buen salvaje”. El hombre es un ser carencial (Gehlen) incapaz de vivir en la naturaleza. Su vida sólo es posible en el mundo de la cultura. Como se demuestra en el caso del niño de L’Aveyron, el hombre no regresa a la naturaleza cuando abandona la cultura, sino que desciende a la barbarie. Como corolario de esta tesis cabe afirmar que lo que nos distingue entonces de los animales, la moral, no deriva de la naturaleza, sino de la civilización. Por último, comentar que, como se desprende del proceso de educación del pequeño salvaje, la facultad imitativa que caracteriza al hombre, en especial el aprendizaje de la palabra, se embota y debilita de forma irreversible si no se ejercita a tiempo en la primera infancia. Así, pues, lo que este caso demuestra, descartada algún tipo de discapacidad congénita, es que el desarrollo de la capacidad lingüística debe estimularse en los primeros años de nuestro aprendizaje y si no se hace resulta prácticamente imposible hacerlo más adelante. El buen salvaje, lo mismo que el filósofo autodidacto, pueden ser juegos de la imaginación interesantes, pero nunca posibilidades reales.

7. Compararemos en este epígrafe cómo se comportaba Victor cuando vivía en estado salvaje con la descripción del estado de naturaleza que ofrece el filósofo francés del siglo XVIII J. J. Rousseau en su obra Discurso sobre la desigualdad entre los hombres.

La diferencia entre la ficción de Rousseau y la descripción del estado en el que se encontraba Victor de L’Aveyron antes de ser encontrado no puede ser mayor. En cualquier caso, las semejanzas son superficiales. El hombre salvaje de Rousseau forma un “conjunto organizado”. Victor sobrevive a duras penas en un entorno hostil. El hombre salvaje del filósofo sale de “las manos de la naturaleza”. Victor sale de la cultura pero es abandonado en la naturaleza. El hombre salvaje es un hombre desarrollado. Victor un niño que ha carecido de socialización. El caso del niño salvaje, pues, no refuta la ficción filosófica de Rousseau. La falsedad de ésta viene dada por lo inverosímil de su planteamiento, pero no por la monstruosidad que supone la existencia de niños ferinos. Rousseau, ante el caso de Victor, hubiera pensado probablemente lo siguiente: este niño demuestra que el hombre es debilitado por la civilización y que no puede volver alegremente al estado de naturaleza. El paso de la naturaleza a la cultura no es reversible. Victor, si bien ha sobrevivido, no es mi buen salvaje, sino un ser desdichado. Mientras mis salvajes sólo han tenido como presupuesto la naturaleza, pues han nacido en su seno, Victor estaba llamado a disfrutar de las ventajas y de las lacras de la civilización, hasta el punto de que cuando se le priva de ellas para ser abandonado en un bosque, se convierte en un ser aislado expuesto a las mayores calamidades. El hombre salvaje nace con la naturaleza, el pequeño salvaje es arrojado en ella. El primero tiene un futuro como especie, el segundo no.

En efecto, si bien Rousseau consideraba en el Emilio que todo está bien al salir de las manos del autor de las cosas, mientras que todo degenera entre las manos del hombre, lo cierto es que al final acaba reconociendo la desnaturalización del hombre como un mal menor en la medida en que, abandonado a un crecimiento natural, el niño se corrompe. Pero mayor si cabe es la degeneración del niño salvaje por cuanto no fue abandonado sin más entre los otros, sino en una naturaleza desde la que, sin asistencia alguna de sus semejantes, le era imposible alcanzar la naturaleza humana cumplida.

8. Conclusiones y valoración personal.

Nuestras conclusiones respecto al caso de los niños salvajes no se desviarán en lo esencial de las alcanzadas por Jean Itard (véase Jean Itard, Victor de l' Aveyron, Alianza Editorial, Madrid, 1995; o bien http://classiques.uqac.ca/classiques/itard_jean/victor_de_l_Aveyron/itard_victor_aveyron.pdf).

Éstos -los niños salvajes- no nos ponen nunca ante lo que sería la naturaleza del hombre si se le priva de la cultura. Lo que revelan, más bien, es la condición contra natura del hombre en el estado de naturaleza. El hombre no es una criatura natural, sino un producto cultural. Quisiera terminar con unas palabras del eximio antropólogo Claude Lévi-Strauss sobre la irrelevancia de los niños salvajes a la hora de pretender averiguar lo que sería la naturaleza del hombre. La ciencia es la única que puede triturar aquí las veleidades poéticas de quienes añoran un retorno del paraíso perdido:

“Es posible observar que un animal doméstico –un gato por ejemplo, o un perro o un animal de corral- si se encuentra perdido y aislado vuelve a un comportamiento natural que fue el de la especie antes de la intervención externa de la domesticación. Pero nada semejante puede ocurrir con el hombre, ya que en su caso no existe comportamiento natural de la especie al que el individuo aislado pueda volver por regresión. Como más o menos decía Voltaire: una abeja extraviada lejos de su colmena e incapaz de encontrarla es una abeja perdida; pero no por eso, y en ninguna circunstancia, se ha transformado en una abeja más salvaje. Los «niños salvajes», sean producto del azar o de la experimentación, pueden ser monstruosidades culturales, pero nunca testigos fieles de un estado anterior”.

(C. Lévi-Strauss, Las estructuras elementales del parentesco, cap. I: “Naturaleza y cultura”, pp. 37-38).

martes, 10 de agosto de 2010

La duda de Cartesio


Decía Husserl, el último cartesiano del siglo XX, que todo filósofo, al menos una vez en su vida, debía emular la meditación radical de Descartes que llevó al padre de la filosofía moderna a empezar el edificio del saber desde cero. Todo el mundo habrá leído, aunque sólo sea una vez, el famoso texto de las Meditaciones donde el gran filósofo expone sus dudas metafísicas. Dicho texto merece un comentario, aunque sea breve y superficial, pero antes hemos de citarlo en la traducción de García Morente.

A. Supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas; estoy persuadido de que nada de lo que mi memoria, llena de mentiras, me representa, ha existido jamás; pienso que no tengo sentidos; creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar son ficciones de mi espíritu. ¿Qué, pues, podrá estimarse verdadero? Acaso nada más sino esto: que nada hay cierto en el mundo.

Pero ¿qué sé yo si no habrá otra cosa diferente de las que acabo de juzgar inciertas y de la que no pueda caber duda alguna? ¿No habrá algún Dios o alguna otra potencia, que ponga estos pensamientos en mi espíritu? No es necesario; pues quizá soy yo capaz de producirlos por mí mismo. Y yo, al menos, ¿no soy algo? Pero ya he negado que tenga yo sentidos ni cuerpo alguno; vacilo, sin embargo; pues, ¿qué se sigue de aquí? ¿Soy yo tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no pueda ser? Pero ya estoy persuadido de que no hay nada en el mundo: ni cielos, ni tierra, ni espíritu, ni cuerpos; ¿estaré, pues, persuadido también de que yo no soy? Ni mucho menos; si he llegado a persuadirme de algo o solamente si he pensado alguna cosa, es sin duda porque yo existía. Pero hay cierto burlador muy poderoso y astuto que dedica su industria toda a engañarme siempre. No cabe, pues, duda alguna de que yo soy, puesto que me engaña; y, por mucho que me engañe, nunca conseguirá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De suerte, que habiéndolo pensado bien y habiendo examinado cuidadosamente todo, hay que concluir por último y tener por constante la proposición siguiente: “yo soy, yo existo”, es necesariamente verdadera, mientras la estoy pronunciando o concibiendo en mi espíritu.

B. El presente texto está tomado, pues, de las Meditaciones metafísicas, obra publicada por Descartes en 1641, concretamente de la segunda meditación, donde expone la naturaleza del espíritu humano, más fácil de conocer, a juicio suyo, que el cuerpo. El texto recoge las radicales consecuencias del planteamiento de la duda metódica y el hallazgo de la primera verdad fundamental como resultado de esa duda: la existencia del yo (en este caso del ‘yo’ de Descartes). La duda afecta a todo lo que pueda ponerse en duda. En primer lugar, los datos de los sentidos: supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas… Ni siquiera las cualidades primarias de los cuerpos, tales como la figura, la extensión o el movimiento quedan en pie. El propio cuerpo de Descartes no existe. La duda es universal. Nada puede sostenerse, pues, con certeza, excepto esta proposición meramente negativa: que nada hay cierto en el mundo. Pero aunque la duda es universal, no deja de ser metódica, es decir, no se trata de una duda como la de los escépticos, para quienes nada puede conocerse con certeza, sino de una duda en busca de una certeza absoluta. Descartes no duda por dudar sino porque piensa que no hay otro camino para hallar la verdad. Hay que subrayar, pues, la notable diferencia entre la duda cartesiana y la escéptica. La duda de Descartes es así una duda radical, pero metódica, pues es una duda encaminada a desprender y aislar la primera verdad evidente, la primera idea clara y distinta, la primera naturaleza simple: el cogito. De la duda nace, como es sabido, la primera verdad y de ésta el criterio de verdad basado en la evidencia, el cual no es otro que la primera regla del método cartesiano.

Entre los motivos de la duda se hallan las diferentes opiniones de los filósofos así como las diferentes costumbres de los pueblos, pero principalmente las falacias de los sentidos y la imposibilidad de distinguir en muchas ocasiones el sueño de la vigilia. En el texto se hace hincapié en la negación de los sentidos y del propio cuerpo. Descartes está tan convencido de la falsedad de nuestros sentidos que decide no estimar su testimonio en absoluto. La conclusión es que no hay nada en el mundo: ni cielos, ni tierra, ni espíritu, ni cuerpos… El propio Descartes no tiene sentidos ni cuerpo alguno. Pero ¿no se estará engañando Descartes en este punto?, o mejor dicho, ¿no lo estará engañando algún genio maligno, o como él mismo dice, algún Dios o alguna otra potencia? Descartes no cree que la hipótesis del genio maligno sea estrictamente necesaria para suponer que todo es falso. En el caso de las verdades matemáticas tal hipótesis quizá sea necesaria para persuadirse de su posible falsedad, pero en lo que respecta a la supuesta falacia de los sentidos, no. Él mismo es capaz de estimar, sin necesidad de suponer que lo engaña alguna potencia extraña, que nada es verdadero.

Ahora bien, ¿significa esto que Descartes no existe en absoluto? En modo alguno. Si Descartes sólo fuera un cuerpo acaso podría suponerse que él mismo no existe porque no es más que un producto de la ilusión de sus sentidos. Pero Descartes no lo cree así. Si él ha llegado a persuadirse de algo, por ejemplo, de que “no hay nada en el mundo”, es porque de algún modo él, Descartes, existía, aunque no sepa todavía en qué consiste su existencia. De ese modo, incluso si se acepta la hipótesis del genio burlador, él mismo, Descartes, tiene que ser algo, si es que es cierto que ese genio maligno le está engañando. Así, pues, por mucho que le engañe, jamás conseguirá persuadirle de que él no es nada ni hacer que sea nada, al menos mientras Descartes piense que él es algo. Descartes llega así a su primera verdad fundamental, formulada ya en el Discurso del método, la verdad fundamental del cogito, la cual consiste en la evidencia de la existencia de nuestro ‘yo’ –yo soy, yo existo-, evidencia que no es objeto de una demostración sino de una intuición. Llega así Descartes a la piedra angular de su filosofía, el cogito, criterio de toda verdad. A partir de aquí, Descartes trata de demostrar la naturaleza del espíritu, la cual consiste en pensar, su distinción real del cuerpo, así como la existencia de Dios, verdadero punto crucial de la metafísica cartesiana, que le permitirá convencerse, finalmente, de la realidad del mundo exterior.

lunes, 9 de agosto de 2010

Goethe y Humboldt



1. Hace poco más de un año mantuve una breve correspondencia con un profesor alemán que vino a la Universidad a dar una conferencia sobre Schiller. Me acerque a él tras su amena intervención compromtiéndome a escribirle. El profesor me envío el texto de su conferencia, mientras que yo tuve la osadía de remitirle a su vez un trabajo mío sobre Goethe y la revolución francesa (de próxima aparición en este lugar) del que le había hablado previamente cuando  nos conocimos. Como consecuencia de este intercambio epistolar, el profesor Manfred Peter me habló de la relación de Alexander von Humboldt, el eminente naturalista alemán, con Goethe. Por el interés que revisten sus palabras, las reproduzo aquí para deleite de los que encuentran solaz en este tipo de finesses de l'esprit.

2. "Estimado amigo Luís, me alegro recibir información sobre ese mundo clásico alemán. No conozco la obra de Blumenberg, espero conocerla por medio de su trabajo. Schiller y Goethe son todo lo contrario de una amistad armoniosa. Goethe permaneció escéptico ante toda tendencia teórica por apartarse de la "Anschauung", la observación contemplativa. Y Schiller vivía alejado de la fascinación e inspiración que representaba la naturaleza para Goethe y los jóvenes románticos. Sin embargo mutuamente se intercambiaban y esa relación era fructífera para las respectivas creaciones literarias. El Fausto - segunda parte - y el drama Wallenstein no se habrían escrito sin la mútua inspiración. Sin embargo, el verdadero goetheano era Alexander von Humboldt. El mensaje de su ideal le hizo cambiar de ingeniero de minas a ser el redescubridor de América tropical. Sólo hay que leer algunos párafos de su diario para reconocer el espíritu del lejano maestro que nunca se había alejado de la vieja Europa. Pero en Alexander encontró un fiel ejecutor de sus ideas.
Descubrir esto sería digno de un trabajo que - me parece - aun no existe. O me equivoco, porque hay un mar de publicaciones que desconozco. Por eso mi respeto ante el trabajo que ud realiza.
cordialmente Manfred Peter"
3. "Estimado amigo Luís, he leido con mucho interés su trabajo y me parece bien enfocado porque capta correctamente la actitud que Goethe mantuvo hacia los eventos violentos de la Revolución. De los sucesos revolucionarios del lejano Paris Goethe no esperaba ninguna solución positiva de problemas de su tiempo. Las leyes vigentes entre los hombres las veía provenientes de la misma naturaleza. Siempre ha querido ser investigador antes que poeta; y la ley que le indicaba esta observación era la de la evolución, concepto que en cierta medida anticipa el principio de la evolución de Darwin, aunque para Goethe tiene carácter espiritual. El elemento material no es más que el espejo del gran secreto que es la creación. Nos acercamos a descubrir la verdad de ella por medio de la serena contemplación, observando lo que existe y no destruyendo el misterio en la reducción materialista. Goethe es idealista pero no comparte el mensaje revolucionario del amigo Schiller. Alexander von Humboldt es el verdadero ejecutor del ideal goetheano. Lo natural y lo político o social coinciden en un solo mundo unido. Dolor, sufrimientos y contradicciones entre ideal y real, son formas integrales de esta misma realidad natural. En el Fausto se encuentra la traducción de esta visión en su versión poética. El mal es tan necesario como el bien. No hay campo para una visión simplista y reductiva que hace creer que una Revolución pueda resolver los problemas de la humanidad. Por eso simpatiza con Napoleón y por eso detesta el nacionalismo como variante de un concepto equivocado sobre el mundo real. Goethe - tan admirado - vive distanciado de principios fundamentales de su época. Tanto los reaccionarios como los revolucionarios se equivocan cuando reclaman a Goethe como a uno de los suyos. Goethe está más allá de lo políticamente correcto de todo tiempo, no es planeta que gira alrededor de un proyecto, es un sol.
Le felicito, siga ud. en su labor,
Manfred Peter"

viernes, 21 de mayo de 2010

martes, 4 de mayo de 2010

Durero piensa en San Jerónimo

                      
En un punto suspenso no acabado
de amor y de paciencia vive pleno,
Jerónimo ermitaño a la urbe ajeno.
Solo, su latín mima con cuidado;

mas no cura del tiempo señalado
que su Dios fijó al estudio ameno,
tan en sí mismo está, y tan sereno.
Y la dorada Roma ha olvidado,

que ángeles su alma ya sondean.
Mas en mística luz su señorío
él ha fundado, libre, y sin temer.

Ya equívocos emblemas lo rodean,
alusiones tal vez del extravío
que entraña el afán ciego por saber.

jueves, 22 de abril de 2010

¿Otra vez las dos Españas?


¿Existen las dos Españas o se trata de un mito historiográfico como tantos otros? Para algunos ha dejado de tener sentido hablar de dos Españas, pero existen indicios pánicos en la actualidad política y social que parecen desmentir el optimismo de quienes presuponen semejante sinsentido. Sin ir más lejos, como sostiene Jorge Semprún, la memoria histórica de España sigue siendo la de los vencedores, por mucho que celebremos hoy la supuesta consolidación de una democracia cuya minoría de edad salta a la vista (Es más: como alguien me ha puntualizado con razón, hasta tal punto esto es así que si ya no tiene sentido hablar de dos Españas se debe a que, esta vez sí, una de ellas, la más noble y esperanzadora, murió de la otra mitad, y para siempre, en el más grande genocidio que padeció nuestra patria en su milenaria historia) . Conviene que leamos, por ejemplo, las notables páginas de la Introducción del libro de José María García Escudero, Historia política de las dos Españas (1976), para darnos cuenta de que, lejos de ser un mito, estamos ante una realidad histórica de primera magnitud. Según García Escudero, nuestras guerras civiles reproducen tardíamente en el suelo patrio las guerras de religión que antaño asolaron las tierras de Europa. Pero dejando aparte esta controvertida tesis, parece indudable que la vehementia cordis del homo hispanus de la que hablaba Plinio, nuestra connatural visceralidad, está detrás de los desmanes que somos capaces de cometer con nuestros hermanos, desmanes que Goya inmortalizó en su brutal lienzo de las denominadas Pinturas Negras. ¿Alegoría de lo que somos? Ya Gerald Brenan, el insigne hispanista, decía que al menos en su país, no obstante la vulgaridad de la vida cotidiana, la gente no se mata entre sí... Pues no hay que olvidar que el matarnos entre sí ha sido el deporte nacional en los últimos siglos de nuestra sempiterna historia cainita.

¿Tendremos que renunciar, sin embargo, a nuestro fuerte temperamento para, si no hacer de España una nación, al menos conseguir que las Españas convivan en paz sin volver a manchar de sangre nuestra maltrecha piel de toro? Tenemos muchas razones para sentir vergüenza de ser españoles. Lo que antes era motivo de orgullo nacional, nos resulta hoy a muchos una verdadera desgracia: los títulos de la España martillo de herejes, luz de Trento y espada de Roma, esas cartas de presentación históricas, con sus seculares secuelas, no son precisamente un ejemplo de tolerancia ilustrada. Definitivamente soy un español atípico. En la Edad Media hubiera sido, posiblemente, un hereje. En el Renacimiento, un erasmista. En la Ilustración, un afrancesado, no lo dudéis. En el siglo XIX, un liberal y un republicano. Y en el XX, un europeizante, como nuestro Ortega. Pero la España moderna, europea, laica y definitivamente secularizada que deseamos para el siglo XXI no puede imponerse a costa de la otra España, de la negra, so pena de recaer en viejas luchas fratricidas, sino que hemos de esperar, confiados, que el camino de la (post)modernidad es ya insoslayable tanto para las izquierdas como para las derechas, o para lo que queda de ellas, y que el pluralismo ideológico es el verdadero signo de los nuevos tiempos democráticos que nos ha tocado vivir. El dualismo conduce inevitablemente al maniqueísmo. La "maldición de la dos Españas", en palabras de Serrano Súñer, sólo es tal por el ideal (¡qué nefastos son los ideales!) que tiene una de las dos de reducir criminalmente a la otra a su voluntad cuando no, simplemente, borrarla del mapa, como ocurrió en la España franquista. Ahí está la maldición, no en el dualismo y, mucho menos, en el pluralismo. ¡Ojalá no sea el berlusconismo el futuro de Europa, como se atreve a profetizar irresponsablemente todo un Umberto Eco en una reciente entrevista, sino los valores de nuestra más cara tradición cultural, esos valores que expresó Mozart en su Flauta mágica o Beethoven en su inmortal Novena Sinfonía

martes, 30 de marzo de 2010

Crucifixión



1. El simbolismo de la cruz de Cristo fue expresado por Pablo de Tarso con las siguientes palabras: Porque la palabra de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, esto es, para nosotros, es poder de Dios (I Cor. 1, 18). Locura para los gentiles, piedra de escándolo para los judíos, la cruz es para los cristianos el testimonio de la verdad evangélica que convierte en vana la sabiduría de los doctos. Pero nada como recurrir a la autoridad de un biblista tan consumado como el frexnense Benito Arias Montano (1527-1598) para aprender algo sobre el lenguaje arcano del que es, sin duda, el máximo símbolo del cristianismo. En su gran obra exegética De arcano sermone (Sobre el lenguaje arcano), incluido en el tomo octavo de la Biblia Políglota de Amberes y que por fin hemos visto traducido al castellano, Arias Montano escribe sobre la cruz en el apartado “de los instrumentos y objetos instituidos para causar pesadumbre”: En las lecturas sagradas hemos aprendido que la cruz es el más terrible e ignominioso género de tormento y de pena capital, remitiéndonos probablemente al siguiente pasaje paulino en el que se recoge esta ‘amplificación’ retórica del significado de cruz: y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil. 2, 8). La cruz, como metáfora, significa asimismo “molestia”, “aflicción” y “dificultad”. De ahí que Montano pueda decir que la cruz se emplea con la acepción de cualquiera de las contrariedades y molestias de la vida, con las que el mundo y el diablo afligen al hombre piadoso; pero todavía con el sentido de afrenta. Los lugares bíblicos citados para la ocasión se toman del evangelio: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt. 16, 24). Y, El que no toma su cruz y viene en pos de mí, no es digno de mí (Lc. 14, 27). Hasta aquí los sentidos de la cruz revelados por la teología arcana de Montano no parecen ofrecer mayor dificultad. Sin embargo, hay que decir que la cruz no es un simple arcano, sino un arcano mayor (magis arcanum) que hay que entender en relación al misterio de la salvación del hombre. La cruz representa, por tanto, el poder de la pasión de Cristo. De ahí que, en palabras de Montano, sea un gran misterio que no puede explicarse en pocas palabras y que exige un entendimiento iluminado por el Espíritu Santo para comprenderlo en su totalidad, el hecho de que los apóstoles llamen cruz al poder de la muerte y pasión de Cristo, así como a aquella mortificación compartida que experimentan de forma oculta algunos fieles muy piadosos. Y aquí cita el humanista español el pasaje de Pablo con el que iniciamos el presente comentario. Texto que podría complementarse perfectamente con este otro: pues sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Cristo para que el cuerpo pecaminoso cese y no sirvamos más al pecado (Rom. 6, 6). La cruz es, pues, símbolo de la renovación que sufre la naturaleza caída del hombre por gracia de la inmolación del hijo unigénito de Dios.

2. ¿Pero agotan estos significados la riqueza semántica del simbolismo de la cruz? En absoluto. Si retrocedemos ahora hasta el alegorismo de los Padres, repudiado por el biblismo de Montano, nada menos que en un Agustín de Hipona se lee que la cruz representa el ¡lecho nupcial! en el que Cristo celebra su matrimonio con la esposa que, en este contexto, debe suponerse que es la Iglesia. Y si damos un salto hasta el siglo XX, para un conocedor tan profundo de los símbolos de nuestra cultura como Carl Gustav Jung (1875-1961), la cruz representa una idea de totalidad. En su “último libro” Misterium coniunctionis dice: La cruz es implícitamente el símbolo cristiano de la totalidad; expresa por una parte, en cuanto instrumento de martirio, la pasión en la Tierra del Dios hecho hombre, y en cuanto cuaternidad, al universo que contiene igualmente el mundo material. La cruz puede ser así tanto un signo alquímico de los cuatro elementos como un “esquema” en el que se representa, según Jung, el “drama divino del mundo”, un “descenso del reino celestial a la Tierra” y que tiene por protagonistas al Padre, al Hijo, al Diablo Anticristo y al Espíritu Santo. De manera análoga, si bien se opuso al método comparativista en la interpretación de los símbolos (no obstante caer él mismo en dudosas analogías basándose en el concepto de tiempo axial), para el filósofo existencialista Karl Jaspers (1883-1969), la cruz es una cifra, término que no cabe entender aquí en el sentido de número dígito, sino como un símbolo de que el “sufrimiento de Jesús hasta la muerte […] fue la consecuencia de su verdad espiritual revolucionaria, superadora de todo lo precedente y de la que dio testimonio” (La fe filosófica ante la revelación, p. 237). Pero esta verdad de la teología de la cruz, según Jaspers, habría sido relegada a un segundo plano por la Iglesia, la cual habría estado más interesada en hacer que el hombre acepte el credo que en mostrarle el testimonio de “esta cifra del sufrimiento sin fin en la verdad y por la verdad”.

Aventuremos nosotros una interpretación inspirándonos en la tradición. La cruz se clava en la tierra y se eleva al cielo señalando a su vez los cuatro puntos cardinales en que se divide el horizonte de nuestro mundo conocido. Conforma, pues, el espacio y el tiempo sagrados frente al espacio y el tiempo profanos. Como hito histórico sirve para marcar el nuevo sentido temporal de la era cristiana, es el punto cero absoluto del calendario. Por otro lado, la cruz representa la humillación del cuerpo por la muerte, pero al mismo tiempo una promesa de su restablecimiento por el espíritu. Es un símbolo de renovación. Entre el cielo y la tierra, la cruz no es cifra de transcendencia, sino metáfora trágica de la imposibilidad que encuentran los hombres de hallar una salvación para sí mismos fuera de los límites de su humanidad. Pues sólo si se hace carne resulta el Verbo salutífero. Y sólo si Dios se hace hombre hasta la muerte se nos hace soportable su existencia. Ella no es sino alegoría del cuaterno formado por el cielo, la tierra, el hombre y Dios. La cruz como lugar donde lo divino y lo humano se entrecruzan. Pero la cruz también como el lugar en el que el hombre desplaza simbólicamente su sentimiento de culpa para no cargar el solo con el sobrepeso de sus faltas. La cruz: un monumento de la salud humana por el símbolo.

3. Desde las primeras imágenes de Cristo en la cruz en el siglo V hasta la actualidad, el motivo de la crucifixión ha inspirado a los artistas y lo seguirá haciendo posiblemente en el futuro. La Historia del Arte no sería la misma sin este tema, uno de los más representados en la tradición occidental. La obra de Manuel R. “Espiri” (véase la ilustración así como la entrada "Antropogénesis" de 30 de julio de 2009) constituye, por lo demás, una prueba fehaciente de la insospechada renovación que puede sufrir una imagen recreada hasta la saciedad y cuya virtualidad expresiva podría suponerse que estaba agotada. Nada más lejos, sin embargo, de la realidad. Ya el pintor Francis Bacon (véase sus Tres estudios para una crucifixión de 1962), no obstante ser ateo, vio en la cruz “una maravillosa estructura en la que colgar todo tipo de sensaciones y sentimientos”. Pero en esta obra no vemos nada de lo que la tradición ha colgado en la cruz y, por lo tanto, nada (o casi nada) de lo que hemos apuntado en las dos primeras secciones de este artículo. Por oposición, pues, vamos ahora a analizar lo que no está -y lo que nos parece estar- en la Cruz formada por esta escultura en hierro forjado (consultar el blog del autor: http://formasenmetal.blogspot.com/).

Un Cristo en la simplicidad absoluta de sus formas elementales nos hace frente sin que podamos decir si estamos ante el hijo de Dios hecho hombre o simplemente ante una figura desnuda de toda significación. Desprovisto de todo signo humano, enajenado de su propia divinidad, el arte ha reducido aquí la imagen sagrada a objeto estético sin otro significado que el que sugiere la frialdad emocional de las formas puras metalizadas. La sombra del Dios muerto del cristianismo es alargada. La misma sombra que refleja, en su desamparo radical, este Cristo muerto cuya presencia ya no redime ni consuela, pues se limita a atestiguar la existencia de una iconografía religiosa que pervive languideciendo por inercia histórica en un mundo afectado de una imparable secularización que no tiene vuelta atrás. Y es que ya no estamos ante el Cristo de la fe, sino ante algo que nos recuerda la forma del Crucificado, una pura sombra de lo que fue ayer presencia real y que agoniza hoy de inanición espiritual en su calidad de elemento decorativo. Lo que nos queda de lo divino cuando ha fenecido la fe.

Puede decirse que un hecho luctuoso como es el de la muerte por crucifixión (y no hay que olvidar que la cruz es, ante todo, un patíbulo) ha sido estilizado aquí hasta el punto de que su imagen ya no provoca dolor ni compasión. El arte se nos revela de nuevo en su función catártica, en su capacidad de ir más allá de la mera representación de la realidad para transmitirnos ese halo de belleza sobrehumana que nos permite gozar estéticamente incluso cuando el tema tratado es en sí mismo ominoso. Nada más horrible que presenciar la muerte de un hombre en la cruz. Sin embargo, con independencia de que el crucificado sea o no nuestro salvador, lo que hace el artista, con la estilización a la que somete sus objetos, es transfigurar la cruda realidad en bella apariencia, permitiéndonos de esa manera mirar esas cosas de las que apartaríamos instintivamente los ojos de no interceder ese poder de sublimación estética.

Ninguna Iglesia podrá vencer nunca bajo este signo. Dios fue abandonado por Dios en la cruz y murió para siempre, pues nunca encontró respuesta a su desesperada pregunta: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Existe una expresión más bella de nuestra irredimible humanidad? Somos humanos porque somos mortales y este Cristo, definitivamente abandonado a su muerte de cruz, podría ser una metáfora de ello. Entre el Cristo de Velázquez, cantado por Unamuno, y este Cristo de fierro se interpone un abismo, el abismo de la “muerte de Dios” anunciada por Nietzsche. Este deceso, el más grande de todos, ya no puede ser llorado por los llegados tras el mismo, o sea, por nosotros, sino tan sólo recordado y el arte, como se aprecia en esta escultura, es un órgano insustituible para hacernos ver acaso lo que una vez fue y hoy ya no es posible.

viernes, 19 de marzo de 2010

Vico y la naturaleza social del hombre


1. Giambattista Vico, en su Ciencia nueva, § 2, escribe: ... hasta ahora los filósofos, que han contemplado la divina providencia únicamente a través del orden natural, han demostrado sólo una parte de la misma, por lo cual los hombres otorgan a Dios la adoración con sacrificios y otros honores divinos, como Mente dueña, libre y absoluta de la naturaleza (ya que, con su eterno consejo, naturalmente nos ha dado el ser y naturalmente nos lo conserva); en cambio, no la contemplaron todavía bajo el aspecto más propio de los hombres, cuya naturaleza tiene esta propiedad fundamental: la de ser sociables. La providencia de Dios al respecto ha ordenado y dispuesto las cosas humanas de tal manera que los hombres, caídos de la justicia perfecta a raíz del pecado original, pretendiendo hacer casi todo lo diverso e incluso a menudo todo lo contrario -y así, para servir a la utilidad, vivieron en soledad como fieras salvajes-, por esos mismos diversos y contrarios caminos, en la búsqueda de su propia utilidad se empujaron unos a otros a vivir con justicia y a conservarse en sociedad, y de este modo a ensalzar su naturaleza sociable; la cual en la obra se demostrará que es la verdadera naturaleza civil del hombre, y con ello que existe derecho en la naturaleza. Dicha conducta de la providencia divina es una de las cosas sobre las que principalmente razona esta ciencia; por lo que, en tal sentido, viene a ser una teología civil razonada de la providencia divina.

2. En este texto resume el filósofo napolitano la aportación que a su juicio realiza a la ciencia con la publicación de su obra, aportación que, por su novedad radical, bien merece el título de ciencia nueva. Si nos fijamos, parece que nos narra una historia, la historia de su descubrimiento. Resulta que los filósofos, hasta ahora (o sea, hasta él), no habían meditado sobre la verdadera naturaleza del hombre, la cual consiste en su sociabilidad, o si lo habían hecho no habían sido capaces de ver que en ella también actuaba la providencia divina. Los filósofos, pues, sólo habrían tenido ojos para el orden natural, sin contemplar la acción de Dios en el orden social que es, a juicio de Vico, el aspecto más propio de los hombres. No es que la providencia no se manifieste en la naturaleza, es que también lo hace en la sociedad. Tomando el esquema bíblico de la caída, en unos pocos trazos, el filósofo italiano nos pinta la evolución de la historia social. De la más absoluta bestialidad el hombre habría caminado -con paso tortuoso (los renglones torcidos en los que escribe la mano de la providencia divina)- hasta las diversas formas de civilidad conocidas. He ahí la tesis viquiana, la que le otorga un lugar áureo en el Olimpo filosófico. Pero si prestamos atención, no es que los hombres sean sociales, por así decirlo, a nativitate (por nacimiento), sino que más bien, por necesidad y por su utilidad (para servir a la utilidad), se hacen sociales: pues si hubieran nacido sociales no habrían tenido necesidad de vivir durante un tiempo en soledad como fieras salvajes: ¿no os parece? El hombre tendría una naturaleza sociable, pero esa naturaleza sería algo que el hombre se habría ganado con esfuerzo en la historia. Que la providencia de Dios sea aquí la que haya ordenado y dispuesto las cosas humanas de tal manera es para nosotros lo de menos: aunque fuese importante para Vico lo que a nosotros nos interesa es su nueva sensibilidad social e histórica, el haber identificado nuestra naturaleza sociable con la verdadera naturaleza civil del hombre. Que su ciencia sea una teología civil razonada quiere decir únicamente que la metafísica, representada en el grabado por la mujer con las sienes aladas, puede contemplar la providencia divina que se halla presente en esa odisea de las naciones que es la historia de la humanidad.

3. La expresión verdadera naturaleza del hombre se presta a confusión. Por lo demás, podría cuestionarse la presunta originalidad de Vico. Sólo los muy viquianos subrayan esa originalidad, pero en parte con razón. Yo no digo que hasta ahora los filósofos no habían meditado sobre la naturaleza civil del hombre; éso es lo que dice Vico en el pasaje citado. Aristóteles ya había definido al hombre como un animal político y algunos humanistas del Renacimiento desarrollaron un humanismo cívico. Mucho antes, antes incluso de Aristóteles, los sofistas griegos insistieron en la importancia de la comunidad para entender adecuadamente la naturaleza del hombre. En este aspecto, Vico no podía ser original. Muchos pensadores antes de él hicieron teoría social. Así, pues, no se trata en abosoluto de una idea nueva de la naturaleza del hombre. Lo que es relativamente nuevo es el enfoque histórico que hace Vico del problema. Vico interpreta la sociabilidad del hombre en la historia, historia que no sigue una línea ininterrumpida de progreso (como creía la Ilustración), sino que está sujeta a periódicos retrocesos que vuelven a iniciar el mismo curso de las naciones, es decir, que la historia se repite, si bien no en todos sus detalles. Éso es lo nuevo de su ciencia. Hasta el punto de que, si exageramos su tesis, puede afirmarse que el hombre no tendría una naturaleza invariable, no existiría la verdadera naturaleza del hombre, sino que el hombre sólo tendría historia, es decir, que sería lo que en cada curso de las naciones él hace de sí mismo. En definitiva, es cierto que, para los filósofos anteriores, la verdadera naturaleza del hombre se definía al margen de la historia. Es cierto que para ellos el hombre era social, pero les faltaba siempre la perpectiva histórica, pues el hombre no es social siempre de la misma manera. Para tales filósofos la naturaleza (social) del hombre era invariable; para Vico, lo social del hombre adquiere formas históricas variadas, si bien están sujetas a unas leyes eternas que les otorgan racionalidad (no otra cosa es la providencia). Los teólogos y los filósofos habían visto de alguna manera la providencia divina en todas las actuaciones, tanto en lo natural como en lo social, lo habían contemplado, ciertamente; pero será Vico el que insista en verla principalmente en lo social, pues lo natural, para él, al haber sido creado por Dios, nos resulta impenetrable (incognoscible); sólo lo social, por haber sido hecho por nosotros, es verdadero, lo cual no significa que Dios no tenga algun tipo de presencia en las cosas humanas. Pero dadas esas premisas, ¿qué pinta la providencia divina en todo ello?  Hoy no es eso lo que nos interesa de su pensamiento. Vico no dejaba de ser un hijo de su tiempo y él mismo, al parecer, fue un hombre profundamente piadoso y creyente. Por otro lado, los críticos no se ponen de acuerdo respecto al verdadero papel desempeñado por la providencia en su pensamiento. Una interpratación "posmoderna" o atea eliminaría la providencia para dejar solo al hombre con sus creaciones en la historia. Al menos, para Vico, los no judíos, es decir, los gentiles, son menos afortunados al no haber sido elegidos por Dios, pero Vico deja totalmente fuera de su ciencia a los primeros para narrar solo la vida y milagro de los segundos. Aquí es posible interpretar que éstos -los gentiles- viven en el fondo como si no existiera tal providencia. Es, pues, verdad absolutamente que en Vico las normas y las leyes las crea el hombre (no Dios, si bien estarían sometidas a su divina previsión): ahí está la novedad del napolitano, lo que le separa de los filósofos metafísicos a los que se refiere en el texto y lo que lo convierte en precursor de no pocos pensadores del futuro, aunque para apreciar su valor no habría que verlo como un simple precursor.

martes, 9 de marzo de 2010

Problemas filosóficos (De un cuestionario de Bachillerato)

                                                    
¿Somos una realidad aparte o, por el contrario, formamos una unidad con el resto del universo?

En mi opinión, el hombre es una realidad aparte que forma parte del universo sin formar una unidad con él. Me explico: en la medida en que nuestro cuerpo está sometido a las mismas leyes que rigen el resto de la materia (por ejemplo, la entropía), el hombre es un pedazo de naturaleza que no se distingue del resto de los entes materiales. Y en este sentido el hombre sería parte del universo. Ahora bien: en la medida en que el hombre no tiene naturaleza, sino historia, como pensaba nuestro Ortega y Gasset, éste constituye una realidad aparte por cuanto, como ser histórico, antes que formar una unidad con el universo, la forma con su tradición y su cultura.

¿Cuál es nuestro origen y cuál nuestro destino?

La respuesta a esta pregunta depende de nuestras creencias así como del punto de vista filosófico adoptado. La mayoría, de hecho, vive sin necesidad de planteársela. Para un cristiano, el hombre tiene un origen sobrenatural, como criatura que es de Dios, y un destino asimismo sobrenatural: la vida eterna. Pero estamos en un blog de filosofía y hemos de trabajar racionalmente con datos contrastables. Mi respuesta a esta pregunta es la siguiente: el hombre tiene un claro origen animal (como lo prueba suficientemente la teoría de la evolución) y un destino espiritual o cultural (como puede ilustrarnos asimismo la historia del pensamiento y de la cultura). La humanidad proviene de la animalidad, pero su destino ya no es animal (a menos que nos degrademos en bestias), sino humano, esto es, histórico y cultural a un mismo tiempo. Tenemos un origen natural y un destino cultural. Esta es mi postura: Más allá de sus vergonzosos orígenes, la responsabilidad del destino del hombre se cifra en la conservación de la memoria histórica de la Humanidad y en el incremento del legado cultural y espiritual de sus antepasados.

¿Cómo ha surgido la vida? ¿Cómo se ha formado la biosfera? ¿Se ha necesitado la intervención de un ser sobrenatural o, por el contrario, la vida se explica a partir de los constitutivos materiales del universo?

He aquí un conjunto de problemas más científicos que filosóficos propiamente dichos. Para la ciencia, el origen de la vida sigue siendo un misterio. Pero puede asegurarse que en la base de la aparición de la vida se halla una evolución química. Desde el momento en que las primeras moléculas orgánicas empezaron a formar sustancias químicas que podían autoperpetuarse, podemos hablar de “vida”. Se cree, por lo demás, que el origen de la vida se debe a la acción de los rayos solares sobre la geoesfera durante millones de años. El origen de la biosfera no es distinto al de la vida, pues puede afirmarse que son precisamente las primeras formas primitivas de vida las que dan lugar a la misma. Por biosfera hemos de entender un sistema caracterizado por el continuo flujo de materia y energía.

La vida, pues, puede explicarse de forma natural a partir de los constitutivos materiales del universo sin necesidad de apelar a una causa inmaterial o sobrenatural. Pero esto no ha impedido que teólogos con formación científica (como el padre Teilhard de Chardin) hayan tratado de compatibilizar el creacionismo con la teoría de la evolución.

¿Cómo se explica la aparición del ser humano sobre la Tierra? ¿Qué alcance tiene hoy la teoría evolucionista? ¿Y la del diseño inteligente?

A pesar del alto grado de probabilidad de la teoría de la evolución, el origen del hombre, como el de la vida, sigue envuelto en las tinieblas. Sabemos que hemos evolucionado a partir de formas inferiores de vida, pero no cómo se ha producido exactamente ese proceso. La paleontología, por ejemplo, sólo nos puede ofrecer una aproximación, pero nunca una reproducción fiel de la secuencia que ha seguido la cadena evolutiva desde nuestros más remotos antepasados hasta la aparición del llamado homo sapiens.

Existe una hipótesis sobre la aparición del ser humano que me parece perfectamente sostenible. El hombre nace cuando, tras abandonar su antepasado prehomínido la vida arborícola, irrumpe en el espacio abierto de la sabana. Es entonces cuando, sometido a la inclemencia del nuevo medio, empieza a erguir su postura y a desarrollar una serie de capacidades cognitivas, como la retención y la previsión, que le hacen distanciarse definitivamente de la fijación al patrón estímulo-respuesta que caracteriza la vida del animal. Ser hombres consiste en no tener por qué dar una respuesta prefijada a un estímulo determinado. Asimismo, sólo si conseguimos dar una explicación del origen de la cultura podremos entender en qué consiste ser hombres y ello con total independencia de que la etología puede hablar también de “culturas animales”.

En cuanto al alcance de la teoría de la evolución, está fuera de duda su vigencia, si bien, como toda hipótesis científica, está sujeta al perfeccionamiento y aún a la refutación si apareciesen hechos que la invalidaran (de lo contrario, no sería una teoría científica, sino un dogma de fe). Pero como eso no ha sucedido, su alcance es hoy universal formando parte ya del patrimonio científico de la Humanidad. Pero debo dejar claro que una vez aparece el hombre su evolución no es natural, sino cultural. No nos diferenciamos mucho anatómicamente del hombre de Cro-Magnon, ¡pero qué abismo cultural nos separa de su dura forma de vida!

Desconozco el alcance de la teoría del diseño inteligente, pero tengo la impresión de que es un intento subrepticio de reintroducir en la naturaleza la teleología (doctrina de las cusas finales) que la ciencia moderna se había encargado de desterrar del ámbito del conocimiento de la naturaleza. Pero esta teoría podría ser un síntoma de la dificultad de compatibilizar el modelo de ciencia heredado, basado en el mecanicismo, con las ciencias de la vida. Así, pues, la teoría del diseño inteligente podría obedecer a la restauración de la visión teleológica del universo que parece estar protagonizando la ciencia contemporánea en detrimento de un modelo calificado en ciertos sectores como obsoleto: el modelo mecanicista. Pero sea como fuere, esta controvertida teoría “es considerada una pseudociencia con características dogmáticas por la comunidad científica”.

viernes, 5 de febrero de 2010

Ajedrez como metáfora absoluta



“El ajedrez es la vida” dijo el legendario Robert James Fischer con esa radicalidad de quien toma una imagen al pie de letra. El título de un reciente libro del ex campeón del mundo Garry Kasparov parece respetar, sin embargo, la condición que hace de una metáfora sólo una metáfora. Como la vida imita al ajedrez es, aparentemente, un rótulo más fiel al principio ontológico que rige todo discurso translaticio: el principio del como-si. Podemos representarnos entonces la vida como si fuera un tablero de ajedrez en el que se pone en juego nuestro propio destino. Ir más allá de este límite significaría quedar atrapado en una metáfora absoluta y no saber salir de ella.

Este milenario juego ha dado y dará que pensar, sólo que quizá no en el sentido que los ajedrecistas se imaginan. Recordemos el soneto de Borges: También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y blancos días. Las piezas prisioneras de la voluntad del jugador sirven aquí para metaforizar el hecho innegable de que el hombre no tiene en sus manos las condiciones de su existencia. El jugador es movido por otro y Dios sólo es aquí una palabra venerable para nombrar lo eternamente sin nombre. Como toda metáfora, en realidad podría ser sustituida por otra. ¿O no? Dios sería entonces la metáfora absoluta por antonomasia.

El hombre es un animal que juega. Y mientras juega puede decirse que consigue eludir su propia muerte. La vida es juego, pero un juego mortal. En la película de Ingmar Bergman El séptimo sello (1956), el caballero consigue aplazar su ocaso inevitable jugando una partida de ajedrez con la misma figura de la Muerte. En la partida de la vida la muerte siempre gana. El tiempo que ella se toma en darnos jaque mate es el que nosotros tenemos para encontrar el sentido de la vida (si lo hubiere). En la partida de la vida se juega siempre con tiempo, el tiempo que la muerte nos concede para que nos hagamos la ilusión de que podemos vencerla. En la discreta sucesión de negras noches y blancos días en que se devana nuestra existencia, una sola noche negra nos espera. Lúgubre alegoría del destino del hombre que nimba la imagen del juego de ajedrez con un aura misteriosa que, seguramente, no hemos de esperar encontrar entre los profesionales de un arte convertido en “deporte” en las competiciones magistrales. La influencia que hoy ejercen los ordenadores sobre la manera de jugar de los nuevos ases del tablero sería, por lo demás, una prueba del desencanto que afecta al juego en la época del dominio de la figura del trabajador (en el sentido de Ernst Jünger). Pues así como el arte pierde su aura en la época de su reproducción técnica (Walter Benjamin), el juego deja de ser juego cuando se convierte en trabajo.

En un sentido menos existencial, Ludwig Wittgenstein sólo se sirvió del ajedrez como un caso ejemplar de lo que es un juego sometido a unas reglas que hay que respetar y que pueden parecerse, por lo demás, a las de otros juegos de mesa. El parecido de familia entre los diversos juegos de lenguaje es así análogo, para Wittgenstein, al parecido que puede haber a su vez entre los juegos ordenados según ciertas reglas artificiales. Un juego como el ajedrez sirve para comprender la lógica de los usos reglados de nuestro lenguaje. Frente a la desmesurada significación atribuida al ajedrez en la literatura o en las bellas artes, este empleo de la metáfora por Wittgenstein le parecerá a más de uno demasiado pobre. Sin embargo, el filósofo ha sabido respetar la regla del como-si de la metáfora, única que nos permite salvaguardar la libertad del pensamiento frente al sentido figurado de lo que, en caso contrario, nos atraparía en el absolutismo de su significación.