jueves, 22 de abril de 2010

¿Otra vez las dos Españas?


¿Existen las dos Españas o se trata de un mito historiográfico como tantos otros? Para algunos ha dejado de tener sentido hablar de dos Españas, pero existen indicios pánicos en la actualidad política y social que parecen desmentir el optimismo de quienes presuponen semejante sinsentido. Sin ir más lejos, como sostiene Jorge Semprún, la memoria histórica de España sigue siendo la de los vencedores, por mucho que celebremos hoy la supuesta consolidación de una democracia cuya minoría de edad salta a la vista (Es más: como alguien me ha puntualizado con razón, hasta tal punto esto es así que si ya no tiene sentido hablar de dos Españas se debe a que, esta vez sí, una de ellas, la más noble y esperanzadora, murió de la otra mitad, y para siempre, en el más grande genocidio que padeció nuestra patria en su milenaria historia) . Conviene que leamos, por ejemplo, las notables páginas de la Introducción del libro de José María García Escudero, Historia política de las dos Españas (1976), para darnos cuenta de que, lejos de ser un mito, estamos ante una realidad histórica de primera magnitud. Según García Escudero, nuestras guerras civiles reproducen tardíamente en el suelo patrio las guerras de religión que antaño asolaron las tierras de Europa. Pero dejando aparte esta controvertida tesis, parece indudable que la vehementia cordis del homo hispanus de la que hablaba Plinio, nuestra connatural visceralidad, está detrás de los desmanes que somos capaces de cometer con nuestros hermanos, desmanes que Goya inmortalizó en su brutal lienzo de las denominadas Pinturas Negras. ¿Alegoría de lo que somos? Ya Gerald Brenan, el insigne hispanista, decía que al menos en su país, no obstante la vulgaridad de la vida cotidiana, la gente no se mata entre sí... Pues no hay que olvidar que el matarnos entre sí ha sido el deporte nacional en los últimos siglos de nuestra sempiterna historia cainita.

¿Tendremos que renunciar, sin embargo, a nuestro fuerte temperamento para, si no hacer de España una nación, al menos conseguir que las Españas convivan en paz sin volver a manchar de sangre nuestra maltrecha piel de toro? Tenemos muchas razones para sentir vergüenza de ser españoles. Lo que antes era motivo de orgullo nacional, nos resulta hoy a muchos una verdadera desgracia: los títulos de la España martillo de herejes, luz de Trento y espada de Roma, esas cartas de presentación históricas, con sus seculares secuelas, no son precisamente un ejemplo de tolerancia ilustrada. Definitivamente soy un español atípico. En la Edad Media hubiera sido, posiblemente, un hereje. En el Renacimiento, un erasmista. En la Ilustración, un afrancesado, no lo dudéis. En el siglo XIX, un liberal y un republicano. Y en el XX, un europeizante, como nuestro Ortega. Pero la España moderna, europea, laica y definitivamente secularizada que deseamos para el siglo XXI no puede imponerse a costa de la otra España, de la negra, so pena de recaer en viejas luchas fratricidas, sino que hemos de esperar, confiados, que el camino de la (post)modernidad es ya insoslayable tanto para las izquierdas como para las derechas, o para lo que queda de ellas, y que el pluralismo ideológico es el verdadero signo de los nuevos tiempos democráticos que nos ha tocado vivir. El dualismo conduce inevitablemente al maniqueísmo. La "maldición de la dos Españas", en palabras de Serrano Súñer, sólo es tal por el ideal (¡qué nefastos son los ideales!) que tiene una de las dos de reducir criminalmente a la otra a su voluntad cuando no, simplemente, borrarla del mapa, como ocurrió en la España franquista. Ahí está la maldición, no en el dualismo y, mucho menos, en el pluralismo. ¡Ojalá no sea el berlusconismo el futuro de Europa, como se atreve a profetizar irresponsablemente todo un Umberto Eco en una reciente entrevista, sino los valores de nuestra más cara tradición cultural, esos valores que expresó Mozart en su Flauta mágica o Beethoven en su inmortal Novena Sinfonía