viernes, 5 de febrero de 2010

Ajedrez como metáfora absoluta



“El ajedrez es la vida” dijo el legendario Robert James Fischer con esa radicalidad de quien toma una imagen al pie de letra. El título de un reciente libro del ex campeón del mundo Garry Kasparov parece respetar, sin embargo, la condición que hace de una metáfora sólo una metáfora. Como la vida imita al ajedrez es, aparentemente, un rótulo más fiel al principio ontológico que rige todo discurso translaticio: el principio del como-si. Podemos representarnos entonces la vida como si fuera un tablero de ajedrez en el que se pone en juego nuestro propio destino. Ir más allá de este límite significaría quedar atrapado en una metáfora absoluta y no saber salir de ella.

Este milenario juego ha dado y dará que pensar, sólo que quizá no en el sentido que los ajedrecistas se imaginan. Recordemos el soneto de Borges: También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y blancos días. Las piezas prisioneras de la voluntad del jugador sirven aquí para metaforizar el hecho innegable de que el hombre no tiene en sus manos las condiciones de su existencia. El jugador es movido por otro y Dios sólo es aquí una palabra venerable para nombrar lo eternamente sin nombre. Como toda metáfora, en realidad podría ser sustituida por otra. ¿O no? Dios sería entonces la metáfora absoluta por antonomasia.

El hombre es un animal que juega. Y mientras juega puede decirse que consigue eludir su propia muerte. La vida es juego, pero un juego mortal. En la película de Ingmar Bergman El séptimo sello (1956), el caballero consigue aplazar su ocaso inevitable jugando una partida de ajedrez con la misma figura de la Muerte. En la partida de la vida la muerte siempre gana. El tiempo que ella se toma en darnos jaque mate es el que nosotros tenemos para encontrar el sentido de la vida (si lo hubiere). En la partida de la vida se juega siempre con tiempo, el tiempo que la muerte nos concede para que nos hagamos la ilusión de que podemos vencerla. En la discreta sucesión de negras noches y blancos días en que se devana nuestra existencia, una sola noche negra nos espera. Lúgubre alegoría del destino del hombre que nimba la imagen del juego de ajedrez con un aura misteriosa que, seguramente, no hemos de esperar encontrar entre los profesionales de un arte convertido en “deporte” en las competiciones magistrales. La influencia que hoy ejercen los ordenadores sobre la manera de jugar de los nuevos ases del tablero sería, por lo demás, una prueba del desencanto que afecta al juego en la época del dominio de la figura del trabajador (en el sentido de Ernst Jünger). Pues así como el arte pierde su aura en la época de su reproducción técnica (Walter Benjamin), el juego deja de ser juego cuando se convierte en trabajo.

En un sentido menos existencial, Ludwig Wittgenstein sólo se sirvió del ajedrez como un caso ejemplar de lo que es un juego sometido a unas reglas que hay que respetar y que pueden parecerse, por lo demás, a las de otros juegos de mesa. El parecido de familia entre los diversos juegos de lenguaje es así análogo, para Wittgenstein, al parecido que puede haber a su vez entre los juegos ordenados según ciertas reglas artificiales. Un juego como el ajedrez sirve para comprender la lógica de los usos reglados de nuestro lenguaje. Frente a la desmesurada significación atribuida al ajedrez en la literatura o en las bellas artes, este empleo de la metáfora por Wittgenstein le parecerá a más de uno demasiado pobre. Sin embargo, el filósofo ha sabido respetar la regla del como-si de la metáfora, única que nos permite salvaguardar la libertad del pensamiento frente al sentido figurado de lo que, en caso contrario, nos atraparía en el absolutismo de su significación.