martes, 11 de agosto de 2009

La biblioteca de silicio

                                                            
La reciente publicación (mayo de 2009) del libro La Sociedad de la Ignorancia y otros ensayos, escrito por Antoni Brey, Daniel Innerarity y Gonçal Mayos, me lleva a rescatar del olvido un viejo texto mío fechado en enero de 2003, si bien se trataba ya de una reelaboración de un trabajo algo más antiguo. La alusión a "La Biblioteca de Babel" de Borges por parte de Antoni Brey y Gonçal Mayos ha sido decisiva para que me anime a publicarlo en el blog. Se trata de un comentario, muy libre, de dicho relato, en el cual se puede apreciar cómo la fantasía borgeana nos sirve para reflexionar sobre la naturaleza de nuestro conocimiento en la llamada "sociedad de la información". Sólo he modificado el título ("La torre de papel" en la versión primitiva) y alguna que otra frase sin mayor transcendencia. ¿Vaticinó Borges Internet en su babélica biblioteca?

(Variación sobre un tema de Borges. Desde mi ventana)

La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que está abierto ante nuestros ojos, quiero decir, el Universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, a conocer los caracteres en los que está escrito. Este famisísimo texto de Galileo nos sirve para glosar perfectamente el sentido del relato de Borges "La Biblioteca de Babel". El Universo es como un inmenso libro incalculable (¿de lomo circular y continuo?) escrito en un lenguaje sólo para iniciados. Porque hay muchos libros -incontables- dentro de ese único libro infinito -o biblioteca- que es el Universo. En el libro reside la metáfora de la legibilidad del mundo. Los libros constituyen, sin duda, las partes en las que se contrae en gran Todo Universal. Todo está en todo (hen kaí pân decían los griegos en un sentido no muy diferente). La parte está, así, en el Todo y éste, a su vez, en la parte. Por tanto hay que aprender a leer para saber qué dice el Universo. Pero no otra es la misión de los bibliotecarios que, como hemos dicho, son los iniciados.

Un azar me ha traído hasta la mesa otro texto que encierra en su concisión la filosofía de esos desvelados cazadores de indicios que son los bibliotecarios y todos los buenos lectores del mundo. Helo aquí: El hombre es un cazador de indicios; éstos son las pistas, las pautas para interpretar la vida, la realidad, ya que es imposible interpretar la existencia sin interpretación. Todos somos investigadores privados detrás de esas señales que nos acerquen, nos aproximen, al sentido oculto, pues sólo la banalidad es transparente. Organizar la dispersión y la disparidad de pistas y de pautas es nuestra tarea, y también, específicamente, la tarea del escritor. Vivimos rodeados de señales: los sueños, los menudos actos cotidianos, las anécdotas, las presencias y las ausencias, las fantasías, los diálogos manifiestan circunstancias individuales, es cierto, pero también son una clave de algo más profundo. Ninguna catástrofe, ningún sentimiento, ninguna idea son en sí mismos sorpresivos, imprevisibles: había unos indicios que no supimos ver o dejamos de considerar. De este modo, la realidad es un palimpsesto que a veces por pereza, otras por cobardía, comodidad o torpeza hemos leído de manera superficial, conformándonos son los signos más aparentes o con los equívocos datos de los sentidos, que por otra parte, no siempre son equívocos. Leer (y nunca sabremos si una lectura ha sido correcta, entre todas las posibles) esos indicios, descubrirlos, desentrañarlos, significa poseer una visión del mundo, sin la cual el caleidoscopio es desconcertante, a menudo contradictorio, siempre azaroso. No hay una lectura, pues, y los indicios son múltiples, infinitos, inabarcables. Lo cual permite, además, la pluralidad de libros, de cuadros, de poemas. Un mundo regido por una sola lectura, sería insoportable, y eso es lo que a veces no comprenden los políticos, los propios visionarios, los místicos (Peri Rosi 1981, 9-18).

Tras este pasaje, cuya belleza espero que justifique la extensión de su cita, hacemos notar que los bibliotecarios comenzaron a interesarse por los libros -que siempre estuvieron ahí, ya que, si ex nihilo nihil est, la Biblioteca debe existir ab aeterno- cuando un día, por un funesto azar, presintieron que éstos encerraban un saber oculto. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa [...] La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció intolerable (Borges 1982, 91, 95-96). A partir de ese grandioso momento una extraña idea, convertida más tarde en obsesión febril, invadió sus mentes inquietas desvelándoles ya por siempre: la búsqueda de la Verdad Total, del catálogo de los catálogos, se despertó en los bibliotecarios como nuevo instinto que no dejaba -ni deja todavía- de acuciarles con su aguijón mortalmente inquisitivo. Desde entonces esos pobres hombres sufren la maldición del buitre prometeico; nuestra hambre de verdad -pues a veces me he sentido como ellos- es tal, que no podemos por menos que sufrir eternamente al hallar por sola respuesta el insoportable silencio inacabable de un Universo que se obstina en callar. La Biblioteca es un corolario del fracaso eterno del hombre en el sentido de Karl Jaspers. ¿Será que la Verdad Absoluta -la gnosis- nos está vedada a los mortales? No obstante, la creencia de que todo se halla escrito en el gran libro del Universo, de que detrás de las equívocas apariencias de los dorsos de los libros hay una verdad que se revela como el significado último, nos insta con renovado brío a seguir buscando. Y la incertidumbre, sumida en la impotencia, en la que queda anclado sin remedio nuestro saber conjetural, pues son pocos los hexágonos que recorremos en nuestra corta vida, unido al desconocimiento de los lenguajes cifrados en los que están escritos muchos libros, si bien representan graves obstáculos que dificultan enormemente la marcha en la búsqueda del saber, no por ello disminuye en un ápice el amor que profesamos a los arcanos de nuestra Biblioteca. Prueba de todo lo dicho hasta aquí es el siguiente texto del hermano Borges: La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra (1982, 99). Esto me recuerda la tragedia de Petrarca, que lloró desconsoladamente ante un texto de Homero porque no sabía griego. ¡Ay, cuán pocos están a la altura de este dolor de bibliófilo!

Yo creo que el hecho de que haya libros impenetrables ha convertido a los bibliotecarios en una patológica especie de monjes celosos obsesivamente atenta por preservar el saber de las garras del temible Tiempo que, como el peor enemigo del hombre, todo se lo lleva a su nada cumpliendo así en la natura con la imagen mítica del dios Kronos que, previendo un nuevo parricidio, tuvo que devorar a sus propios hijos. A este respecto, aconsejaría leer la descripción que hace Borges de las peripecias de los bibliotecarios en busca de la gloria personal que les reportaría un hallazgo extraordinario, tan parecidas a la rivalidad sectaria que enfrenta a los diferentes gremios de intelectuales, así como las sugestivas consideraciones del doctor Pangloss en torno a las implicaciones morales y metafísicas que suscita el apasionante problema de la s vindicaciones. ¿No es este desvarío la señal de una hýbris que nos deshumaniza? Es preciso considerar que estos bibliotecarios, engolfados en interminables pesquisas eruditas, viciados y consumidos entre libros perfectamente inútiles, víctimas de un intelectualismo hipertrófico, no se han percatado de que la Verdad de la Biblioteca, entendida ésta como el sentido u Orden del Universo según el autor, o mejor, el Universo mismo sin principio ni fin, pues la Biblioteca es tan ilimitada como periódica, no necesita de ellos si es que ha de perdurar eternamente ignorando tanto la búsqueda como el celoso cuidado que le prodigan. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: incorruptible, secreta (1982, 99). Lo desconcertante, pues, del Universo se hallaría en el hecho de que éste no nos necesite en absoluto para seguir siendo misterioso y bello. Un día el hombre se extinguirá, pero el Universo seguirá ahí con su verdad callada e inescrutada, perfectamente inútil.

A escala universal, que haya o deje de haber uno o más libros en la biblioteca -por la mala disposición de un fanático bibliotecario convertido en inquisidor- podría no ser demasiado significativo. El Universo es tan enorme que el hombre no puede hacer mella sobre él. Además, como creo que quedó dicho, en cualquier parte podríamos hallar el Todo, si bien esta idea es más bien una sugerencia que una deducción efectuada a partir del texto borgeano. La pérdida de libros sólo es importante y significativa para unos eruditos que se quedan ciegos comprobando las erratas de imprenta de tantos y tantos libros irrelevantes, desorientadores en grado sumo. Otra vez habla hermano Borges: Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherncias (1982, 92). Esta advertencia debe ser recordada para los que andan detrás de la Virgen Sabiduría, pues es fácil perderse, si no se posee el hilo de Ariadna o el método adecuado, en las antesalas laberínticas que preceden al templo de Sofía. Pero quizá sea ingenuo, incluso supersticioso, creer que existe algo así como un Hexágono Carmesí, arcano de los arcanos, donde se encuentra el Santo Graal con el elixir azul de su  rosa mística e inefable. Contra esta solución escéptica se eleva, sin embargo, el genio piadoso del bibliotecario autor del texto que estamos glosando. Para éste no es inverosímil que exista un libro total; este libro es la cifra y el compendio de todos los demás; algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios (1982, 97). Este libro representa acaso el infinito punto de fuga en el que vienen a converger los opuestos (coincidentia oppositorum) como en esa unidad de los contrarios de la que nos hablara Nicolás de Cusa. El ser en su grado infinito, la verdad a la que incesantemente aspiramos sin abarcarla jamás. ¿No sería ese libro el mismo Dios? ¿Acaso no se reveló nuestro Dios en forma de libro? Si san Antonio Abad no encontró más libro que el de la Naturaleza, ¿por qué Dios no habría de ser otro libro en lugar del patriarcal Hacedor del mundo que aparece en el Génesis? Al menos parece estar claro (por la simetría y perfección de la disposición tipográfica de los caracteres de los libros) que el Universo guarda un orden en relación a nosotros, criaturas imperfectas si nos comparamos con el esplendor cósmico, un orden que parece sugerir la existencia oculta de un divino artífice. El supuesto orden es tal que parece imposible no pensar en el Demiurgo de Platón. Por eso, contra los que se afanan en que nada tiene sentido, los nihilistas y escépticos de todo tipo, el autor del texto nos confiesa muy seguro que en la Biblioteca no hay un solo disparate absoluto. En este sentido, la pérdida de libros sí sería insustituible o dicho con una parábola: no hay dos páginas iguales en el gran libro del mundo.

¿Deben existir secretos por siempre inaccesibles al hombre si es que ha de conservarse la piedad y el respeto? Que algo no sea comprendido por nosotros no significa que carezca en sí mismo de inteligibilidad. Quizá un ser distinto de nosotros -¿un dios tal vez o un espíritu más sutil?- tenga acceso a su verdad fatal. En efecto, resulta insoportable la idea de que el mundo no tenga un sentido que explique su existencia y, de paso, nuestra misión en él, es decir, el valor de la vida humana. La Biblioteca debería justificarse aunque los libros se repitieran en el mismo desorden al cabo de los siglos. De ese modo, la periodicidad de una repitición semejante vendría a otorgarle un Orden, una Identidad y, en consecuencia, una Justificación. Así, pues, si desesperamos en nuestra búsqueda de la verdad, preferimos que sea otro quien tenga el privilegio -o la desdicha- de quedar cegado por la luz de la contemplación a que no exista verdad alguna. Este es el gran "consuelo metafísico" del hombre, lo que quizá camufle su desesperación inevitable y la nobleza mayor de los hermanos devotos del saber. Para nuestro bibliotecario: Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme biblioteca se justifique (1982, 97-98). Lo que aquí está en juego nada más ni nada menos es la Vindicación de la Biblioteca. ¿Se encuentra esta vindicación dentro de la Biblioteca? ¿Pero cómo no esperar encontrar también en ella la otra vindicación, la que no justifica su existencia, aquella para la que el Universo es sólo una ilusión y las bibliotecas simples modificaciones de nuestra mente?... La terrible soledad del bibliotecario es mi soledad, la soledad de una Humanidad privada del conocimiento en medio del Conocimiento universal, la soledad de los millones que mueren cegados por un mundo del que no han comprendido ni una palabra, abandonados en el incesante fuego de la ignorancia, la duda, la incomprensión, la disputa y la desesperación más absolutas. El mundo convertido en biblioteca de silicio; he aquí el lado infernal, diabólico, del hipertexto en el que discurre nuestra fantasmal existencia. Náufragos en el océano de la Información instantánea, nunca fuimos más ignorantes con respecto a nosotros mismos. Conectados virtualmente con todos en la red telemática, donde la distancia entre los hechos y su representación desaparece y la secuenciación temporal queda abolida, como ha visto el doctor Casanova, jamás estuvimos más solos. Con más posibilidades de leer que en el siglo XII, nunca supimos menos qué es lo que propiamente deberíamos leer. Poder acceder al conocimiento, pero no saber cómo orientarnos en el conocimiento debería ser una de las formas de definir la ignorancia. La paradoja de un conocimiento sin sujeto cognoscente tendría por ello que hacernos reflexionar sobre la contradicción inherente a un conocimiento que, en rigor, nadie tiene, ni puede tener. Odiseo, el astuto, ha llegado a ser Nadie en la llamada sociedad del conocimiento, pues este conocimiento es hoy precisamente Nadie. ¿Cómo habríamos de reconocerle con un nombre así? La biblioteca de silicio y la sociedad de la información representan la quimera universal de un conocimiento que está simultáneamente en todas parte y en ninguna.

Es un hecho: cuando el conocimiento se multiplica sin control, como ocurre con las células cancerígenas, se hace superfluo a sí mismo, porque ya no puede seguir siendo una necesidad vital para el hombre, ni siquiera algo útil, con lo cual el sentido de la cultura pierde su finalidad, para venir a caer, en fin, en la barbarie. Esta reflexión sobre la actual barbarie de la reflexión (Vico) debería llevarnos a no confundir (balal en hebreo, esto es, las lenguas que Dios confunde en la tierra de Sinar) el valor de nuestra idolatrada capacidad técnica, prefigurada ya en el Árbol del Conocimiento que nos hizo como Dios. Sobre todo, debemos cuestionar aquella superstición de las masas y de los mismos tecnócratas por la que se supone que el artefacto técnico y la acumulación de datos -que viene siendo lo que se entiende por conocimiento- tienen como resultado una disminución de trabajo físico e intelectual. Antes al contrario, como ha señalado Friedrich Georg Jünger, hermano de Ernst Jünger, la aminoración del trabajo que propician las máquinas se compra al precio de un considerable aumento en otra parte (Jünger, 1939). Tampoco el conocimiento es algo inocuo: lo que conocemos en un sentido resulta completamente desconocido en otro y lo que ganamos aquí y ahora lo perdemos allí y después. La actividad que se desencadena en la "ciber-ciudad", donde las páginas web, dejando atrás el papel y los tipos de Gutemberg, se multiplican ad infinitum, es una actividad que puesta, en un principio, por el hombre, lo expone, a su vez, en su despliegue, a la tiranía de un automatismo que, encontrando su fuente de alimentación en sí mismo, aparece en adelante como una segunda naturaleza de la que ya no podemos prescindir. La máquina, al ir más rápido, nos agota, haciendo totalmente infructuoso nuestro esfuerzo por seguirla o sobrepujarla. En el cosmos técnico, la humanidad del hombre es un detritus que casi se ve en la disyuntiva de elegir entre ser "reciclada" como una parte más de la "estructura de emplazamiento" (Gestell) o aceptar su muerte, la muerte del hombre, pues ni siquiera como "material humano", como todavía para Stalin, es hoy lo humano positivamente utilizable en el mundo entendido como funcionamiento, estructura o red informática. Pero la confrontación con la máquina, el artefacto, cuando se lleva al máximo extremo, nos sitúa por sí misma en el origen de la cultura, porque sólo entonces estamos en disposición de entender qué fuerza originaria, representada por el mito de Prometeo, tuvo que ser necesaria para que una singular especie se emancipara del simple estado de naturaleza e irrumpiera como homo faber en el balbuceo de la Edad Técnica. No es cierto que sólo lo hecho por nosotros nos resulte conocido. No lo conoceréis por sus obras, pues en realidad los hombres no saben lo que hacen. Lo que un día hizo posible la cultura, se nos descubre en su potencia tremenda cuando aquélla ha llegado a sus postrimerías. En el máximo alejamiento de lo que nos emparenta con la tierra, precisamente por el peligro a que se expone lo humano, jamás estuvo más cerca la sombra del origen, jamás nos resultó tan posible encontrarnos soñando a la luz de un nuevo despertar. Lo que pone en movimiento Prometeo acaba devorándole. Pero no sabemos si aún ha de aparecer el héroe hercúleo que lo libere del buitre de su angustiosa condena. El mito sigue buscando su cumplimiento histórico.

ADDENDA
Borges, sabio ratón de biblioteca que supo transmutar su ingente erudición y manía bibliográfica en inagotable fuente de inspiración estética, ha debido tomar las obras de ciertos filósofos y científicos para hablar en parábola, como el relato bíblico, del Universo y del peculiar puesto que al hombre se le asignó en el mismo. En lo que a "La biblioteca de Babel" se refiere, el propio autor mencionó en un prólogo tardío los nombres de Leucipo, Lasswitz y Aristóteles, pero seguro que es posible conjeturar muchos más. Tampoco la cuestión de las fuentes resulta, por otra parte, esencial, dado el el peculiar uso que Borges hace de las mismas, casi sofístico, manifestando, por tanto, que la alusión críptica o la cita bibliográfica, así como la parodia de argumentación que ofrece a partir de una determinada hipótesis, cumplen fundamentalmente una función estética. Sugiero, para un estudio más concienzudo -y científico- de este relato borgeano, mirar con más atención el fascinante concepto de "infinito", común tanto a la filosofía como a las matemáticas. Para los juegos de lenguaje que son posibles en la Biblioteca babélica, Borges ha encontrado en esta noción un motivo de peregrinas e incontables sugestiones literarias. Es obvio que lo dicho aquí vale igualmente para otras narraciones del escritor argentino. No quisiera que sea leído este artículo como una interpretación: sólo quise escribir un texto sobre otro texto.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Nuestro linaje vaga en la noche


La vida en la tierra se empobrece cuando ya no es percibido el vínculo que une a los hombres con los dioses. Acaso no sea otro el mensaje que Hölderlin nos ha legado. Roto el lazo que un día unió al pueblo con lo más sagrado y digno de ser cantado, nuestro linaje vaga en una noche del mundo interminable. El desencanto se cierne sobre una civilización que entroniza el Trabajo como el único vector que hoy puede guiarnos a través de la marcha acelerada de la Historia (1). Pero la verdad es que la misma Historia se revela sin sentido cuando todo se convierte en fábula. Un nuevo titanismo irrumpe en el horizonte tras el ocaso de los dioses y las dimensiones habituales de lo humano sufren, en consecuencia, una metamorfosis radical. La Naturaleza desaparece bajo nuestros pies y, como en el célebre cuento de Michael Ende, la Nada nos amenaza, nos amenaza con disolver, no ya nuestros sueños, sino la capacidad misma que tenemos para soñar. En vistas de ello, no roto el anhelo, apuramos las copas del placer carnal y de los bienes de consumo sumidos en la absoluta sobreinsistencia de un mundo unilateralmente interpretado por una ciencia sin conciencia. Es la hora en la que los dioses huyen despavoridos. La indigencia espiritual que amenaza a una Humanidad que no tenga ya como referente esencial a lo divino en su experiencia del mundo fue sentida dolorosamente en la poesía de Hölderlin. Un fragmento de El Archipiélago resulta revelador sobre lo que decimos:

Mas, ¡ay!, nuestro linaje vaga en la noche, vive como en
el Orco,
sin lo divino (2)...

Desde el descreimiento generalizado de nuestro tiempo se hace necesario dar un nuevo sentido a lo que todavía puede ser experimentado como divino. La poesía de Hölderlin es irrelevante en este caso para saber lo que él sintió particularmente como divino en virtud de una pretendida nostalgia por el mundo griego. Más bien, sólo desde la esencia de la poesía, que tiene en Hölderlin a uno de sus máximos heraldos, es como se hace posible un acceso al significado sagrado de la vida, en el que lo griego acaso ocupe un lugar de privilegio, pero no único, ni mucho menos definitivo. Como centinela de lo que ha de ser preservado en la palabra, al poeta le ha sido encomendada la misión de hacernos recordar el misterio que nos circunda y aquel deber de mantener viva la llama de nuestros corazones. Cada acontecer es un milagro que reclama nuestra atención, un don por siempre admirable. La donación del ser mismo es lo divino. Celebrar a través del canto el regalo del ser es una de las supremas misiones del hombre sobre la tierra. La interioridad que nos ha sido deparada manifiesta la responsabilidad de albergar en nosotros el espíritu de la naturaleza. Como memoria del ser y de la vida en su desbordante plenitud somos el espejo en el que la opacidad del mundo se abre a la interioridad del sentido:

Otorgado en su interior es a los hombres el sentido (3)...

La pureza virginal en la que se preservó siempre en Grecia el sentido de la admiración ante las cosas es lo que hizo quizá a Hölderlin mirar a aquel mundo con rendida nostalgia. Pero Grecia no es una primavera perdida para siempre. Como dice el poeta en unos versos de El Archipélago:

... una primavera, siempre viviente,
apunta sobre la cabeza de los mortales, sin que nadie la cante (4)...

Pues con Grecia es posible que no se refiera tanto el poeta a una comunidad histórica idolatrada estéticamente, ya irrecuperable, como a una experiencia originaria y devota del ser. Los hermosos arcanos de las cosas están presentes aunque no haya quien los cante. Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía, dijo uno que debía saber de esto. Todo nos habla desde la majestad de su inalterable presencia. Nosotros, dotados de abismática receptividad (5), pero con el espíritu embotado por todo tipo de mediaciones perturbadoras, no oímos ya, pues

... cada cual sólo se oye a sí mismo en el agitado taller (6)...

la música de las fuerzas elementales que antaño produjeran temor y admiración. Porque el hombre chocará de nuevo, a pesar de su desmesura técnica, con un límite que le lleva más allá de la confiada seguridad en sí mismo, es por lo que, más tarde o más temprano, ha de experimentar el pavor ante lo tremendo e incomprensible del advenimiento. Nacimiento y muerte, esperanza y resignación, envejecimiento y enfermedad, placer y dolor, gloria y vejación, triunfo y fracaso, son los límites ineluctables que habiéndosenos marcado habrán de abocarnos al estremecimiento ante lo que nos sobrepasa en tanto pura donación. Guardar en la memoria de la palabra, que preserva en el tiempo lo digno de ser conservado como nuestra más íntima condición, es tarea del hombre cuando se hace poeta.

Si la penuria sentida por Hölderlin no supone ya una vivencia fundamental para Occidente, por estar nuestra época, en su cinismo, más allá de todo sentimiento trágico, no por ello deja de ser menos crucial la pregunta por la conveniencia y el cometido de la poesía en la edad de los dioses huidos. Heidegger ha creído que el camino para los poetas pasa por la permanencia en las huellas de los dioses fugitivos para preparar, así, una morada al Dios (7). Esto no será posible hasta que las cosas no vuelvan a tener para nosotros el destello de la divinidad. Pues si bien “los sagrados elementos”, en su autosuficiencia y majestad, son divinos sin necesitar de nuestra anuencia, nos solicitan para ‘sentirse’ como tales a sí mismos:

... y siempre buscan y requieren,
siempre necesitan para su gloria los sagrados elementos,
como los héroes la corona, el corazón del hombre sensible (8).

Un nuevo despertar podrá esperarnos en esta noche del mundo. Ese despertar se produce cuando el afán mísero por la dominación técnica de la tierra se resuelve infructuoso e impotente en presencia de las fuerzas puras que nos acechan. El poder de lo que no podemos medir estrella al titán contra su propia soberbia y le vuelve a marcar, como Apolo délfico, su justa medida. El hombre está de nuevo entre la tierra y el cielo a la par que se dispone a la espera de los dioses (9). El dios como “espíritu de la naturaleza” se siente entonces otra vez en paz con nosotros. En el máximo peligro, creciendo lo que nos salva, el sueño fáustico de dominio es vano ante lo que jamás se nos someterá, pues es lo que en sí se escapa a toda manipulación: el ser mismo indisponible. Pero si los hombres persisten en su miseria y desvarío podremos recordar, con Hölderlin, el silencio en lo profundo del mar, el secreto mudo del ser como silencio de lo insondable.

NOTAS
1 Para el concepto de aceleración de la Historia cfr. el trabajo pionero de Daniel Halévy, Essai sur l`accéleration de l`Histoire, 1948. Para una mitología del trabajo en pleno siglo XX véase, no obstante lo sospechoso de su intención, de Ernst Jünger, Der Arbeiter, 1932.
2 Para los textos de Der Archpielagus sigo la traducción de Luis Díez del Corral (1942), reed. en Friedrich Hölderlin, El Archipiélago, ed. bilingüe, estudio y trad. de Luis Díez del Corral, Alianza, Madrid, 19852. Para que el lector pueda cotejarla con el original se transcriben en alemán los versos citados:
Aber weh! es wandelt in Nacht, es wohnet, wie
im Orkus,
Ohne Göttliches unser Geschlecht...
3 Del poema Höhere Menschheit (Humanidad más elevada), posiblemente de 20 de enero de 1841. Cfr. F. Hölderlin, Poemas de la locura, precedidos de algunos testimonios de sus contemporáneos sobre los “años oscuros” del poeta. Traducción de Txaro Santoro y José María Álvarez. Ed. bilingüe. Poesía Hiperión, Madrid, 1994⁷ pp. 56-57:
Den Menschen ist der Sinn ins Innere gegeben...
4 En alemán:
... ein immerlebender Frühling
Unbesungen über dem Haupt den Schlafenden dämmert?
5 Mi admirado Jacques Chevalier nos envía a los “admirables textos” de Duns Scoto sobre la capacidad receptiva de nuestro espíritu (la receptividad de la “sustancia pasiva”), capacidad en la que reside propiamente su poder y no en lo que éste hace (poder de espontaneidad o productividad de la “causa activa”), al contrario de lo que pensó Kant.
6 En original:
... und sich in der tosenden Werkstatt
Höret jeglicher nur...
7 Véase “Wozu Dichter?” (1946), en Holzwege, 1950.
8 Cfr. F. Hölderlin, El Archipiélago, cit, p. 67. En alemán (p. 66):
... und immer suchen und missen,
Immer bedürfen ja, wie Heroen den Kranz, die geweihten
Elemente zum Ruhme das Herz der fühlenden Menschen...
9 Frente a la esperanza escatológica que dejaba traslucir la conclusión de este trabajo nos parece hoy del todo pertinente la observación escéptica de Hans Blumenberg: En el marco del moderno concepto de realidad ni siquiera se puede fantasear con la idea de que los dioses puedan aparecer. Quien habla de ello, sea Hölderlin o su exegeta Heidegger, deberán esperar, por tanto, no un acontecimiento oportuno en el contexto de nuestra realidad, sino un cambio radical de la estructura de la misma, lo cual sucede, de hecho, cuando el premundo del mito aparece como el posible postmundo que ya no posee ningún rasgo del presente [...] En relación con el concepto de realidad inmanente, una especulación, esperanza o metafísica de la historia como éstas son, necesariamente, escatológicas (H. Blumenberg, El mito y el concepto de realidad, trad. de Carlota Rubies, Herder, Barcelona, 2004, p. 69; cfr. antes pp. 32-33 sobre las implicaciones de una “escatología estética” como la hölderliniana).

martes, 4 de agosto de 2009

Rumbo a Portugal


A Assumpta Arxé, en memoria de nuestro primer viaje a la patria de los descubridores de otros mundos. Lisboa, verano de 2008.

Va a hacer un año que viajé con mi amiga Assumpta Arxé a la patria por antonomasia de los poetas de nuevos mundos: Portugal. En Cascais hicimos el descubrimiento. Entre los libros de un vendedor ambulante avisté una carta con los bustos y la cronología de los descubridores de Portugal. La compramos inmediatamente junto a un texto de Hernâni Cidade sobre el poeta luso entre poetas: Luís de Camôes. Habíamos estado antes en Belém, Lisboa, junto a la hermosa desembocadura del Tajo, acaso ajenos a la grandeza de la que éramos testigos sin saberlo, pero respirando ya la atmósfera de la gesta. Lo que no hicieron el mar y el monumento a los descubridores, lo pudieron una humilde lámina y un libro, siempre el libro, aunque no uno entre tantos, sino sólo aquél que hace el poeta. Así fue como Assum y yo subimos a bordo de los mundos de Portugal.

El viaje de descubrimiento como metáfora de la autoafirmación del hombre moderno

A pesar de las críticas, salvo la honrosa excepción del humanismo retórico renacentista, al lenguaje figurado por parte de los filósofos modernos (a metaphoris autem abstinendus philosophus, dirá Berkeley), un nuevo universo metafórico emerge, no obstante, en el horizonte de la recién estrenada Modernidad. A este respecto, las consecuencias de la revolución copernicana marcaron un hito que se extendió, por supuesto, más allá del campo teórico de la astronomía; pero no menos fundamentales para comprender la retórica de una época de descubrimientos son, por poner sólo un par de ejemplos eminentes, las expresiones de terra incognita y de universo inacabado “como metáforas de la conducta mundana moderna”, por decirlo igual que el título del quinto capítulo de Paradigmas para una metaforología del filósofo alemán Hans Blumenberg.
América como metáfora, ¡qué tema para el metaforólogo! La función pragmática de las metáforas relativas al descubrimiento del mundo acaso se resuma, para sucesivas generaciones de aventureros, capitaneados sobre todo por los grandes descubridores portugueses, en un viejo proverbio marino que “vuelve a ejercer su dominio en las almas”: navigare necesse est, vivere non est necesse. Los nuevos mundos así surgidos de la oscuridad gracias a la hazaña de Portugal (“la palanca de todos los descubrimientos”, en palabras de Zweig), que fuera anticipada por el sueño visionario de Enrique el Navegante, hizo que, en lo sucesivo, no se pudiera seguir apelando a las columnas de Hércules como metáfora del límite del mundo (finis terrae) entonces conocido y así lo expresó jubilosamente el humanista Poliziano:
“No solamente ha dejado detrás de sí las columnas de Hércules y apaciguado el océano enfurecido, sino que ha establecido al mismo tiempo la unidad del mundo habitado, que no podía realizarse. ¡Cuántas nuevas posibilidades y ventajas económicas, qué elevación del conocimiento y de confirmaciones de la antigua ciencia, hasta hoy desechadas como increíbles, se nos prometen todavía! Nuevas tierras, nuevos mares, nuevos mundos –alli mundi- surgen de una oscuridad de siglos. Portugal es hoy el custodio y el centinela de un mundo más”.
Un mundo cerrado (nec ultra) e incuestionado durante más de un milenio, el mundo medieval anclado en la Geografía de Ptolomeo se venía así a pique, junto a su simbólica “geométrica” de fondo (Océano Tenebroso, non plus ultra, finis terrae), puesto en entredicho esta vez no por otro sabio, como hará más tarde Copérnico en astronomía, sino por la aventura expedicionaria de unos pocos navegantes arrojados: es el caso de Gil Eannes, cuando en 1434 da la vuelta al cabo Bojador, demostrando su navegabilidad y a la vez la falsedad de fábulas, refrendadas por el paradigma ptolemaico, tales como las de que allí empezaba “el mar verde de lo misterioso” u otras semejantes; y es el caso también de esa segunda Odisea del hombre, esta vez verdaderamente histórica, como es la primera vuelta al mundo protagonizada por el nauta sin par Fernando de Magallanes. En efecto, la circunnavegación magallánica probaba definitivamente la esfericidad de la Tierra y, con ello, proporcionaba una razón más para la autoafirmación (Selbstbehauptung) del hombre en la época de la imagen moderna del mundo. En palabras de Stefan Zweig:
“Porque con la medida del circuito de nuestro planeta, perseguida en vano desde hace mil años, la Humanidad adquiere una nueva idea de su capacidad, puesto que, con la magnitud del espacio ganado, se le revela, acrecentando su gozo y su valor, la propia grandeza”.
La historia del descubrimiento del mundo es fundamental, pues, para comprender el sentimiento de euforia prometeica que embarga al hombre moderno así como el nuevo universo metafórico que le sirve de expresión (mundus novis, alli mundi, mare incognitum, terra incognita, plus ultra…). La interpretabilidad metafórica de un acontecimiento teórico como el copernicanismo, crucial para entender la metafórica de la Modernidad, vino precedido por la metaforización de un acontecimiento histórico como es el de la era de los descubrimientos, no menos crucial para entender la historia espiritual del mundo moderno. La época colombina clausuraba así el espacio cerrado medieval poniendo rumbo al mar abierto de lo desconocido. Tal y como sostenía Sir Halford J. Mackinder, el padre de la geopolítica, en su célebre comunicación The Geographical Pivot of History (1904), ese período de exploración y expansión geográficas duraría nada menos que cuatro siglos. Por más que Blumenberg no se refiera a ello explícitamente, no debemos tener ningún reparo en reconocer que lo que se ha llamado “La «nueva faz de la Tierra», como la expresión más completa de la actividad del hombre que sobrepasa el acontecer natural, se ha convertido ya aquí en metáfora de un proceso histórico-espiritual”. Pero la pregnancia metafórica del viaje de descubrimiento reside, sin embargo, en que esa expansión supone mucho más que una mera dilatación de las fronteras de la Humanidad. En palabras de Remo Bodei, que describe la metáfora del viaje moderno contrastándola con la relativa seguridad del viejo mundo unilateralmente interpretado por la Biblia:
"Ce qui carácterise en revanche l’homme moderne, c’est à nouveau le désir d’accomplir des voyages de découverte dans la terra incognita. Voyages de découverte, qui ne sont pas seulement les voyages géographiques dont ont convient aussi qu’ils inaugurent l’époque moderne -1492, la découverte d’une terra incognita par les Européens-, mais des voyages dans toutes les sens".
En todos los sentidos. Pues la metafórica del viaje de la Modernidad va más allá de un mero enriquecimiento de la conciencia de la verdadera hechura del mundo, de su auténtica forma y extensión. En efecto, lo que el viaje descubre no es sólo la terra incognita, sino al propio hombre, su mundo interior desconocido. Como prueba documental de lo que venimos diciendo me permito citar, para concluir, el siguiente texto de Hernâni Cidade:
“A Europa quinhentista era un mundo geográfico e espiritual simultaneamente enriquecido, ampliado e aprofundado para perspectivas e funduras jamais previstas. A dupla descoberta do planeta e do Homen, a que se refere Michelet, nâo era apenas a que revelara dois novos continentes, com a sua rica bordadura de ilhas e multiplicidade de raças, seguida pela que, através dos novos mundos, a cada passo topava desmentidos às alusôes que sobre mil aspectos da natureza a fantasia concebera e logo os livros haviam establecido como verdades; era ainda a que no interior do homem –opificium Dei, que houvera até entâo escrúpulo de abrir a curisiosidade da inteligência- se patenteava às audácias do escalpelo de Vesálio e se estendia ao misterioso mundo interior. Era natural que, por sob a superfície da consciencia, onde a psicologia ensinada pela Escola entretinha o jogo meio artificial das facultades, poetas geniais como Shakespeare, romancistas como Cervantes ou ensaístas como Montaigne descobrissem mundos penumbrosos de complexidade e contradiçâo. Camôes, que n’Os Lusíadas com tâo nítido olhar atenta na realidade física, com igual clarividencia e agudeza de penetraçâo observa a realidade moral que erros [seus] má fortuna, amor ardente dolorosamente ilhe complicavam e ele sempre desejou conhecer con dobrado entendimento”.