martes, 11 de agosto de 2009

La biblioteca de silicio

                                                            
La reciente publicación (mayo de 2009) del libro La Sociedad de la Ignorancia y otros ensayos, escrito por Antoni Brey, Daniel Innerarity y Gonçal Mayos, me lleva a rescatar del olvido un viejo texto mío fechado en enero de 2003, si bien se trataba ya de una reelaboración de un trabajo algo más antiguo. La alusión a "La Biblioteca de Babel" de Borges por parte de Antoni Brey y Gonçal Mayos ha sido decisiva para que me anime a publicarlo en el blog. Se trata de un comentario, muy libre, de dicho relato, en el cual se puede apreciar cómo la fantasía borgeana nos sirve para reflexionar sobre la naturaleza de nuestro conocimiento en la llamada "sociedad de la información". Sólo he modificado el título ("La torre de papel" en la versión primitiva) y alguna que otra frase sin mayor transcendencia. ¿Vaticinó Borges Internet en su babélica biblioteca?

(Variación sobre un tema de Borges. Desde mi ventana)

La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que está abierto ante nuestros ojos, quiero decir, el Universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, a conocer los caracteres en los que está escrito. Este famisísimo texto de Galileo nos sirve para glosar perfectamente el sentido del relato de Borges "La Biblioteca de Babel". El Universo es como un inmenso libro incalculable (¿de lomo circular y continuo?) escrito en un lenguaje sólo para iniciados. Porque hay muchos libros -incontables- dentro de ese único libro infinito -o biblioteca- que es el Universo. En el libro reside la metáfora de la legibilidad del mundo. Los libros constituyen, sin duda, las partes en las que se contrae en gran Todo Universal. Todo está en todo (hen kaí pân decían los griegos en un sentido no muy diferente). La parte está, así, en el Todo y éste, a su vez, en la parte. Por tanto hay que aprender a leer para saber qué dice el Universo. Pero no otra es la misión de los bibliotecarios que, como hemos dicho, son los iniciados.

Un azar me ha traído hasta la mesa otro texto que encierra en su concisión la filosofía de esos desvelados cazadores de indicios que son los bibliotecarios y todos los buenos lectores del mundo. Helo aquí: El hombre es un cazador de indicios; éstos son las pistas, las pautas para interpretar la vida, la realidad, ya que es imposible interpretar la existencia sin interpretación. Todos somos investigadores privados detrás de esas señales que nos acerquen, nos aproximen, al sentido oculto, pues sólo la banalidad es transparente. Organizar la dispersión y la disparidad de pistas y de pautas es nuestra tarea, y también, específicamente, la tarea del escritor. Vivimos rodeados de señales: los sueños, los menudos actos cotidianos, las anécdotas, las presencias y las ausencias, las fantasías, los diálogos manifiestan circunstancias individuales, es cierto, pero también son una clave de algo más profundo. Ninguna catástrofe, ningún sentimiento, ninguna idea son en sí mismos sorpresivos, imprevisibles: había unos indicios que no supimos ver o dejamos de considerar. De este modo, la realidad es un palimpsesto que a veces por pereza, otras por cobardía, comodidad o torpeza hemos leído de manera superficial, conformándonos son los signos más aparentes o con los equívocos datos de los sentidos, que por otra parte, no siempre son equívocos. Leer (y nunca sabremos si una lectura ha sido correcta, entre todas las posibles) esos indicios, descubrirlos, desentrañarlos, significa poseer una visión del mundo, sin la cual el caleidoscopio es desconcertante, a menudo contradictorio, siempre azaroso. No hay una lectura, pues, y los indicios son múltiples, infinitos, inabarcables. Lo cual permite, además, la pluralidad de libros, de cuadros, de poemas. Un mundo regido por una sola lectura, sería insoportable, y eso es lo que a veces no comprenden los políticos, los propios visionarios, los místicos (Peri Rosi 1981, 9-18).

Tras este pasaje, cuya belleza espero que justifique la extensión de su cita, hacemos notar que los bibliotecarios comenzaron a interesarse por los libros -que siempre estuvieron ahí, ya que, si ex nihilo nihil est, la Biblioteca debe existir ab aeterno- cuando un día, por un funesto azar, presintieron que éstos encerraban un saber oculto. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa [...] La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció intolerable (Borges 1982, 91, 95-96). A partir de ese grandioso momento una extraña idea, convertida más tarde en obsesión febril, invadió sus mentes inquietas desvelándoles ya por siempre: la búsqueda de la Verdad Total, del catálogo de los catálogos, se despertó en los bibliotecarios como nuevo instinto que no dejaba -ni deja todavía- de acuciarles con su aguijón mortalmente inquisitivo. Desde entonces esos pobres hombres sufren la maldición del buitre prometeico; nuestra hambre de verdad -pues a veces me he sentido como ellos- es tal, que no podemos por menos que sufrir eternamente al hallar por sola respuesta el insoportable silencio inacabable de un Universo que se obstina en callar. La Biblioteca es un corolario del fracaso eterno del hombre en el sentido de Karl Jaspers. ¿Será que la Verdad Absoluta -la gnosis- nos está vedada a los mortales? No obstante, la creencia de que todo se halla escrito en el gran libro del Universo, de que detrás de las equívocas apariencias de los dorsos de los libros hay una verdad que se revela como el significado último, nos insta con renovado brío a seguir buscando. Y la incertidumbre, sumida en la impotencia, en la que queda anclado sin remedio nuestro saber conjetural, pues son pocos los hexágonos que recorremos en nuestra corta vida, unido al desconocimiento de los lenguajes cifrados en los que están escritos muchos libros, si bien representan graves obstáculos que dificultan enormemente la marcha en la búsqueda del saber, no por ello disminuye en un ápice el amor que profesamos a los arcanos de nuestra Biblioteca. Prueba de todo lo dicho hasta aquí es el siguiente texto del hermano Borges: La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra (1982, 99). Esto me recuerda la tragedia de Petrarca, que lloró desconsoladamente ante un texto de Homero porque no sabía griego. ¡Ay, cuán pocos están a la altura de este dolor de bibliófilo!

Yo creo que el hecho de que haya libros impenetrables ha convertido a los bibliotecarios en una patológica especie de monjes celosos obsesivamente atenta por preservar el saber de las garras del temible Tiempo que, como el peor enemigo del hombre, todo se lo lleva a su nada cumpliendo así en la natura con la imagen mítica del dios Kronos que, previendo un nuevo parricidio, tuvo que devorar a sus propios hijos. A este respecto, aconsejaría leer la descripción que hace Borges de las peripecias de los bibliotecarios en busca de la gloria personal que les reportaría un hallazgo extraordinario, tan parecidas a la rivalidad sectaria que enfrenta a los diferentes gremios de intelectuales, así como las sugestivas consideraciones del doctor Pangloss en torno a las implicaciones morales y metafísicas que suscita el apasionante problema de la s vindicaciones. ¿No es este desvarío la señal de una hýbris que nos deshumaniza? Es preciso considerar que estos bibliotecarios, engolfados en interminables pesquisas eruditas, viciados y consumidos entre libros perfectamente inútiles, víctimas de un intelectualismo hipertrófico, no se han percatado de que la Verdad de la Biblioteca, entendida ésta como el sentido u Orden del Universo según el autor, o mejor, el Universo mismo sin principio ni fin, pues la Biblioteca es tan ilimitada como periódica, no necesita de ellos si es que ha de perdurar eternamente ignorando tanto la búsqueda como el celoso cuidado que le prodigan. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: incorruptible, secreta (1982, 99). Lo desconcertante, pues, del Universo se hallaría en el hecho de que éste no nos necesite en absoluto para seguir siendo misterioso y bello. Un día el hombre se extinguirá, pero el Universo seguirá ahí con su verdad callada e inescrutada, perfectamente inútil.

A escala universal, que haya o deje de haber uno o más libros en la biblioteca -por la mala disposición de un fanático bibliotecario convertido en inquisidor- podría no ser demasiado significativo. El Universo es tan enorme que el hombre no puede hacer mella sobre él. Además, como creo que quedó dicho, en cualquier parte podríamos hallar el Todo, si bien esta idea es más bien una sugerencia que una deducción efectuada a partir del texto borgeano. La pérdida de libros sólo es importante y significativa para unos eruditos que se quedan ciegos comprobando las erratas de imprenta de tantos y tantos libros irrelevantes, desorientadores en grado sumo. Otra vez habla hermano Borges: Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherncias (1982, 92). Esta advertencia debe ser recordada para los que andan detrás de la Virgen Sabiduría, pues es fácil perderse, si no se posee el hilo de Ariadna o el método adecuado, en las antesalas laberínticas que preceden al templo de Sofía. Pero quizá sea ingenuo, incluso supersticioso, creer que existe algo así como un Hexágono Carmesí, arcano de los arcanos, donde se encuentra el Santo Graal con el elixir azul de su  rosa mística e inefable. Contra esta solución escéptica se eleva, sin embargo, el genio piadoso del bibliotecario autor del texto que estamos glosando. Para éste no es inverosímil que exista un libro total; este libro es la cifra y el compendio de todos los demás; algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios (1982, 97). Este libro representa acaso el infinito punto de fuga en el que vienen a converger los opuestos (coincidentia oppositorum) como en esa unidad de los contrarios de la que nos hablara Nicolás de Cusa. El ser en su grado infinito, la verdad a la que incesantemente aspiramos sin abarcarla jamás. ¿No sería ese libro el mismo Dios? ¿Acaso no se reveló nuestro Dios en forma de libro? Si san Antonio Abad no encontró más libro que el de la Naturaleza, ¿por qué Dios no habría de ser otro libro en lugar del patriarcal Hacedor del mundo que aparece en el Génesis? Al menos parece estar claro (por la simetría y perfección de la disposición tipográfica de los caracteres de los libros) que el Universo guarda un orden en relación a nosotros, criaturas imperfectas si nos comparamos con el esplendor cósmico, un orden que parece sugerir la existencia oculta de un divino artífice. El supuesto orden es tal que parece imposible no pensar en el Demiurgo de Platón. Por eso, contra los que se afanan en que nada tiene sentido, los nihilistas y escépticos de todo tipo, el autor del texto nos confiesa muy seguro que en la Biblioteca no hay un solo disparate absoluto. En este sentido, la pérdida de libros sí sería insustituible o dicho con una parábola: no hay dos páginas iguales en el gran libro del mundo.

¿Deben existir secretos por siempre inaccesibles al hombre si es que ha de conservarse la piedad y el respeto? Que algo no sea comprendido por nosotros no significa que carezca en sí mismo de inteligibilidad. Quizá un ser distinto de nosotros -¿un dios tal vez o un espíritu más sutil?- tenga acceso a su verdad fatal. En efecto, resulta insoportable la idea de que el mundo no tenga un sentido que explique su existencia y, de paso, nuestra misión en él, es decir, el valor de la vida humana. La Biblioteca debería justificarse aunque los libros se repitieran en el mismo desorden al cabo de los siglos. De ese modo, la periodicidad de una repitición semejante vendría a otorgarle un Orden, una Identidad y, en consecuencia, una Justificación. Así, pues, si desesperamos en nuestra búsqueda de la verdad, preferimos que sea otro quien tenga el privilegio -o la desdicha- de quedar cegado por la luz de la contemplación a que no exista verdad alguna. Este es el gran "consuelo metafísico" del hombre, lo que quizá camufle su desesperación inevitable y la nobleza mayor de los hermanos devotos del saber. Para nuestro bibliotecario: Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme biblioteca se justifique (1982, 97-98). Lo que aquí está en juego nada más ni nada menos es la Vindicación de la Biblioteca. ¿Se encuentra esta vindicación dentro de la Biblioteca? ¿Pero cómo no esperar encontrar también en ella la otra vindicación, la que no justifica su existencia, aquella para la que el Universo es sólo una ilusión y las bibliotecas simples modificaciones de nuestra mente?... La terrible soledad del bibliotecario es mi soledad, la soledad de una Humanidad privada del conocimiento en medio del Conocimiento universal, la soledad de los millones que mueren cegados por un mundo del que no han comprendido ni una palabra, abandonados en el incesante fuego de la ignorancia, la duda, la incomprensión, la disputa y la desesperación más absolutas. El mundo convertido en biblioteca de silicio; he aquí el lado infernal, diabólico, del hipertexto en el que discurre nuestra fantasmal existencia. Náufragos en el océano de la Información instantánea, nunca fuimos más ignorantes con respecto a nosotros mismos. Conectados virtualmente con todos en la red telemática, donde la distancia entre los hechos y su representación desaparece y la secuenciación temporal queda abolida, como ha visto el doctor Casanova, jamás estuvimos más solos. Con más posibilidades de leer que en el siglo XII, nunca supimos menos qué es lo que propiamente deberíamos leer. Poder acceder al conocimiento, pero no saber cómo orientarnos en el conocimiento debería ser una de las formas de definir la ignorancia. La paradoja de un conocimiento sin sujeto cognoscente tendría por ello que hacernos reflexionar sobre la contradicción inherente a un conocimiento que, en rigor, nadie tiene, ni puede tener. Odiseo, el astuto, ha llegado a ser Nadie en la llamada sociedad del conocimiento, pues este conocimiento es hoy precisamente Nadie. ¿Cómo habríamos de reconocerle con un nombre así? La biblioteca de silicio y la sociedad de la información representan la quimera universal de un conocimiento que está simultáneamente en todas parte y en ninguna.

Es un hecho: cuando el conocimiento se multiplica sin control, como ocurre con las células cancerígenas, se hace superfluo a sí mismo, porque ya no puede seguir siendo una necesidad vital para el hombre, ni siquiera algo útil, con lo cual el sentido de la cultura pierde su finalidad, para venir a caer, en fin, en la barbarie. Esta reflexión sobre la actual barbarie de la reflexión (Vico) debería llevarnos a no confundir (balal en hebreo, esto es, las lenguas que Dios confunde en la tierra de Sinar) el valor de nuestra idolatrada capacidad técnica, prefigurada ya en el Árbol del Conocimiento que nos hizo como Dios. Sobre todo, debemos cuestionar aquella superstición de las masas y de los mismos tecnócratas por la que se supone que el artefacto técnico y la acumulación de datos -que viene siendo lo que se entiende por conocimiento- tienen como resultado una disminución de trabajo físico e intelectual. Antes al contrario, como ha señalado Friedrich Georg Jünger, hermano de Ernst Jünger, la aminoración del trabajo que propician las máquinas se compra al precio de un considerable aumento en otra parte (Jünger, 1939). Tampoco el conocimiento es algo inocuo: lo que conocemos en un sentido resulta completamente desconocido en otro y lo que ganamos aquí y ahora lo perdemos allí y después. La actividad que se desencadena en la "ciber-ciudad", donde las páginas web, dejando atrás el papel y los tipos de Gutemberg, se multiplican ad infinitum, es una actividad que puesta, en un principio, por el hombre, lo expone, a su vez, en su despliegue, a la tiranía de un automatismo que, encontrando su fuente de alimentación en sí mismo, aparece en adelante como una segunda naturaleza de la que ya no podemos prescindir. La máquina, al ir más rápido, nos agota, haciendo totalmente infructuoso nuestro esfuerzo por seguirla o sobrepujarla. En el cosmos técnico, la humanidad del hombre es un detritus que casi se ve en la disyuntiva de elegir entre ser "reciclada" como una parte más de la "estructura de emplazamiento" (Gestell) o aceptar su muerte, la muerte del hombre, pues ni siquiera como "material humano", como todavía para Stalin, es hoy lo humano positivamente utilizable en el mundo entendido como funcionamiento, estructura o red informática. Pero la confrontación con la máquina, el artefacto, cuando se lleva al máximo extremo, nos sitúa por sí misma en el origen de la cultura, porque sólo entonces estamos en disposición de entender qué fuerza originaria, representada por el mito de Prometeo, tuvo que ser necesaria para que una singular especie se emancipara del simple estado de naturaleza e irrumpiera como homo faber en el balbuceo de la Edad Técnica. No es cierto que sólo lo hecho por nosotros nos resulte conocido. No lo conoceréis por sus obras, pues en realidad los hombres no saben lo que hacen. Lo que un día hizo posible la cultura, se nos descubre en su potencia tremenda cuando aquélla ha llegado a sus postrimerías. En el máximo alejamiento de lo que nos emparenta con la tierra, precisamente por el peligro a que se expone lo humano, jamás estuvo más cerca la sombra del origen, jamás nos resultó tan posible encontrarnos soñando a la luz de un nuevo despertar. Lo que pone en movimiento Prometeo acaba devorándole. Pero no sabemos si aún ha de aparecer el héroe hercúleo que lo libere del buitre de su angustiosa condena. El mito sigue buscando su cumplimiento histórico.

ADDENDA
Borges, sabio ratón de biblioteca que supo transmutar su ingente erudición y manía bibliográfica en inagotable fuente de inspiración estética, ha debido tomar las obras de ciertos filósofos y científicos para hablar en parábola, como el relato bíblico, del Universo y del peculiar puesto que al hombre se le asignó en el mismo. En lo que a "La biblioteca de Babel" se refiere, el propio autor mencionó en un prólogo tardío los nombres de Leucipo, Lasswitz y Aristóteles, pero seguro que es posible conjeturar muchos más. Tampoco la cuestión de las fuentes resulta, por otra parte, esencial, dado el el peculiar uso que Borges hace de las mismas, casi sofístico, manifestando, por tanto, que la alusión críptica o la cita bibliográfica, así como la parodia de argumentación que ofrece a partir de una determinada hipótesis, cumplen fundamentalmente una función estética. Sugiero, para un estudio más concienzudo -y científico- de este relato borgeano, mirar con más atención el fascinante concepto de "infinito", común tanto a la filosofía como a las matemáticas. Para los juegos de lenguaje que son posibles en la Biblioteca babélica, Borges ha encontrado en esta noción un motivo de peregrinas e incontables sugestiones literarias. Es obvio que lo dicho aquí vale igualmente para otras narraciones del escritor argentino. No quisiera que sea leído este artículo como una interpretación: sólo quise escribir un texto sobre otro texto.