martes, 30 de marzo de 2010

Crucifixión



1. El simbolismo de la cruz de Cristo fue expresado por Pablo de Tarso con las siguientes palabras: Porque la palabra de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, esto es, para nosotros, es poder de Dios (I Cor. 1, 18). Locura para los gentiles, piedra de escándolo para los judíos, la cruz es para los cristianos el testimonio de la verdad evangélica que convierte en vana la sabiduría de los doctos. Pero nada como recurrir a la autoridad de un biblista tan consumado como el frexnense Benito Arias Montano (1527-1598) para aprender algo sobre el lenguaje arcano del que es, sin duda, el máximo símbolo del cristianismo. En su gran obra exegética De arcano sermone (Sobre el lenguaje arcano), incluido en el tomo octavo de la Biblia Políglota de Amberes y que por fin hemos visto traducido al castellano, Arias Montano escribe sobre la cruz en el apartado “de los instrumentos y objetos instituidos para causar pesadumbre”: En las lecturas sagradas hemos aprendido que la cruz es el más terrible e ignominioso género de tormento y de pena capital, remitiéndonos probablemente al siguiente pasaje paulino en el que se recoge esta ‘amplificación’ retórica del significado de cruz: y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil. 2, 8). La cruz, como metáfora, significa asimismo “molestia”, “aflicción” y “dificultad”. De ahí que Montano pueda decir que la cruz se emplea con la acepción de cualquiera de las contrariedades y molestias de la vida, con las que el mundo y el diablo afligen al hombre piadoso; pero todavía con el sentido de afrenta. Los lugares bíblicos citados para la ocasión se toman del evangelio: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt. 16, 24). Y, El que no toma su cruz y viene en pos de mí, no es digno de mí (Lc. 14, 27). Hasta aquí los sentidos de la cruz revelados por la teología arcana de Montano no parecen ofrecer mayor dificultad. Sin embargo, hay que decir que la cruz no es un simple arcano, sino un arcano mayor (magis arcanum) que hay que entender en relación al misterio de la salvación del hombre. La cruz representa, por tanto, el poder de la pasión de Cristo. De ahí que, en palabras de Montano, sea un gran misterio que no puede explicarse en pocas palabras y que exige un entendimiento iluminado por el Espíritu Santo para comprenderlo en su totalidad, el hecho de que los apóstoles llamen cruz al poder de la muerte y pasión de Cristo, así como a aquella mortificación compartida que experimentan de forma oculta algunos fieles muy piadosos. Y aquí cita el humanista español el pasaje de Pablo con el que iniciamos el presente comentario. Texto que podría complementarse perfectamente con este otro: pues sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Cristo para que el cuerpo pecaminoso cese y no sirvamos más al pecado (Rom. 6, 6). La cruz es, pues, símbolo de la renovación que sufre la naturaleza caída del hombre por gracia de la inmolación del hijo unigénito de Dios.

2. ¿Pero agotan estos significados la riqueza semántica del simbolismo de la cruz? En absoluto. Si retrocedemos ahora hasta el alegorismo de los Padres, repudiado por el biblismo de Montano, nada menos que en un Agustín de Hipona se lee que la cruz representa el ¡lecho nupcial! en el que Cristo celebra su matrimonio con la esposa que, en este contexto, debe suponerse que es la Iglesia. Y si damos un salto hasta el siglo XX, para un conocedor tan profundo de los símbolos de nuestra cultura como Carl Gustav Jung (1875-1961), la cruz representa una idea de totalidad. En su “último libro” Misterium coniunctionis dice: La cruz es implícitamente el símbolo cristiano de la totalidad; expresa por una parte, en cuanto instrumento de martirio, la pasión en la Tierra del Dios hecho hombre, y en cuanto cuaternidad, al universo que contiene igualmente el mundo material. La cruz puede ser así tanto un signo alquímico de los cuatro elementos como un “esquema” en el que se representa, según Jung, el “drama divino del mundo”, un “descenso del reino celestial a la Tierra” y que tiene por protagonistas al Padre, al Hijo, al Diablo Anticristo y al Espíritu Santo. De manera análoga, si bien se opuso al método comparativista en la interpretación de los símbolos (no obstante caer él mismo en dudosas analogías basándose en el concepto de tiempo axial), para el filósofo existencialista Karl Jaspers (1883-1969), la cruz es una cifra, término que no cabe entender aquí en el sentido de número dígito, sino como un símbolo de que el “sufrimiento de Jesús hasta la muerte […] fue la consecuencia de su verdad espiritual revolucionaria, superadora de todo lo precedente y de la que dio testimonio” (La fe filosófica ante la revelación, p. 237). Pero esta verdad de la teología de la cruz, según Jaspers, habría sido relegada a un segundo plano por la Iglesia, la cual habría estado más interesada en hacer que el hombre acepte el credo que en mostrarle el testimonio de “esta cifra del sufrimiento sin fin en la verdad y por la verdad”.

Aventuremos nosotros una interpretación inspirándonos en la tradición. La cruz se clava en la tierra y se eleva al cielo señalando a su vez los cuatro puntos cardinales en que se divide el horizonte de nuestro mundo conocido. Conforma, pues, el espacio y el tiempo sagrados frente al espacio y el tiempo profanos. Como hito histórico sirve para marcar el nuevo sentido temporal de la era cristiana, es el punto cero absoluto del calendario. Por otro lado, la cruz representa la humillación del cuerpo por la muerte, pero al mismo tiempo una promesa de su restablecimiento por el espíritu. Es un símbolo de renovación. Entre el cielo y la tierra, la cruz no es cifra de transcendencia, sino metáfora trágica de la imposibilidad que encuentran los hombres de hallar una salvación para sí mismos fuera de los límites de su humanidad. Pues sólo si se hace carne resulta el Verbo salutífero. Y sólo si Dios se hace hombre hasta la muerte se nos hace soportable su existencia. Ella no es sino alegoría del cuaterno formado por el cielo, la tierra, el hombre y Dios. La cruz como lugar donde lo divino y lo humano se entrecruzan. Pero la cruz también como el lugar en el que el hombre desplaza simbólicamente su sentimiento de culpa para no cargar el solo con el sobrepeso de sus faltas. La cruz: un monumento de la salud humana por el símbolo.

3. Desde las primeras imágenes de Cristo en la cruz en el siglo V hasta la actualidad, el motivo de la crucifixión ha inspirado a los artistas y lo seguirá haciendo posiblemente en el futuro. La Historia del Arte no sería la misma sin este tema, uno de los más representados en la tradición occidental. La obra de Manuel R. “Espiri” (véase la ilustración así como la entrada "Antropogénesis" de 30 de julio de 2009) constituye, por lo demás, una prueba fehaciente de la insospechada renovación que puede sufrir una imagen recreada hasta la saciedad y cuya virtualidad expresiva podría suponerse que estaba agotada. Nada más lejos, sin embargo, de la realidad. Ya el pintor Francis Bacon (véase sus Tres estudios para una crucifixión de 1962), no obstante ser ateo, vio en la cruz “una maravillosa estructura en la que colgar todo tipo de sensaciones y sentimientos”. Pero en esta obra no vemos nada de lo que la tradición ha colgado en la cruz y, por lo tanto, nada (o casi nada) de lo que hemos apuntado en las dos primeras secciones de este artículo. Por oposición, pues, vamos ahora a analizar lo que no está -y lo que nos parece estar- en la Cruz formada por esta escultura en hierro forjado (consultar el blog del autor: http://formasenmetal.blogspot.com/).

Un Cristo en la simplicidad absoluta de sus formas elementales nos hace frente sin que podamos decir si estamos ante el hijo de Dios hecho hombre o simplemente ante una figura desnuda de toda significación. Desprovisto de todo signo humano, enajenado de su propia divinidad, el arte ha reducido aquí la imagen sagrada a objeto estético sin otro significado que el que sugiere la frialdad emocional de las formas puras metalizadas. La sombra del Dios muerto del cristianismo es alargada. La misma sombra que refleja, en su desamparo radical, este Cristo muerto cuya presencia ya no redime ni consuela, pues se limita a atestiguar la existencia de una iconografía religiosa que pervive languideciendo por inercia histórica en un mundo afectado de una imparable secularización que no tiene vuelta atrás. Y es que ya no estamos ante el Cristo de la fe, sino ante algo que nos recuerda la forma del Crucificado, una pura sombra de lo que fue ayer presencia real y que agoniza hoy de inanición espiritual en su calidad de elemento decorativo. Lo que nos queda de lo divino cuando ha fenecido la fe.

Puede decirse que un hecho luctuoso como es el de la muerte por crucifixión (y no hay que olvidar que la cruz es, ante todo, un patíbulo) ha sido estilizado aquí hasta el punto de que su imagen ya no provoca dolor ni compasión. El arte se nos revela de nuevo en su función catártica, en su capacidad de ir más allá de la mera representación de la realidad para transmitirnos ese halo de belleza sobrehumana que nos permite gozar estéticamente incluso cuando el tema tratado es en sí mismo ominoso. Nada más horrible que presenciar la muerte de un hombre en la cruz. Sin embargo, con independencia de que el crucificado sea o no nuestro salvador, lo que hace el artista, con la estilización a la que somete sus objetos, es transfigurar la cruda realidad en bella apariencia, permitiéndonos de esa manera mirar esas cosas de las que apartaríamos instintivamente los ojos de no interceder ese poder de sublimación estética.

Ninguna Iglesia podrá vencer nunca bajo este signo. Dios fue abandonado por Dios en la cruz y murió para siempre, pues nunca encontró respuesta a su desesperada pregunta: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Existe una expresión más bella de nuestra irredimible humanidad? Somos humanos porque somos mortales y este Cristo, definitivamente abandonado a su muerte de cruz, podría ser una metáfora de ello. Entre el Cristo de Velázquez, cantado por Unamuno, y este Cristo de fierro se interpone un abismo, el abismo de la “muerte de Dios” anunciada por Nietzsche. Este deceso, el más grande de todos, ya no puede ser llorado por los llegados tras el mismo, o sea, por nosotros, sino tan sólo recordado y el arte, como se aprecia en esta escultura, es un órgano insustituible para hacernos ver acaso lo que una vez fue y hoy ya no es posible.

2 comentarios:

Manuel Espiri dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Manuel Espiri dijo...

Fantástico