Decía Husserl, el último cartesiano del siglo XX, que todo filósofo, al menos una vez en su vida, debía emular la meditación radical de Descartes que llevó al padre de la filosofía moderna a empezar el edificio del saber desde cero. Todo el mundo habrá leído, aunque sólo sea una vez, el famoso texto de las Meditaciones donde el gran filósofo expone sus dudas metafísicas. Dicho texto merece un comentario, aunque sea breve y superficial, pero antes hemos de citarlo en la traducción de García Morente.
A. Supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas; estoy persuadido de que nada de lo que mi memoria, llena de mentiras, me representa, ha existido jamás; pienso que no tengo sentidos; creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar son ficciones de mi espíritu. ¿Qué, pues, podrá estimarse verdadero? Acaso nada más sino esto: que nada hay cierto en el mundo.
Pero ¿qué sé yo si no habrá otra cosa diferente de las que acabo de juzgar inciertas y de la que no pueda caber duda alguna? ¿No habrá algún Dios o alguna otra potencia, que ponga estos pensamientos en mi espíritu? No es necesario; pues quizá soy yo capaz de producirlos por mí mismo. Y yo, al menos, ¿no soy algo? Pero ya he negado que tenga yo sentidos ni cuerpo alguno; vacilo, sin embargo; pues, ¿qué se sigue de aquí? ¿Soy yo tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no pueda ser? Pero ya estoy persuadido de que no hay nada en el mundo: ni cielos, ni tierra, ni espíritu, ni cuerpos; ¿estaré, pues, persuadido también de que yo no soy? Ni mucho menos; si he llegado a persuadirme de algo o solamente si he pensado alguna cosa, es sin duda porque yo existía. Pero hay cierto burlador muy poderoso y astuto que dedica su industria toda a engañarme siempre. No cabe, pues, duda alguna de que yo soy, puesto que me engaña; y, por mucho que me engañe, nunca conseguirá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De suerte, que habiéndolo pensado bien y habiendo examinado cuidadosamente todo, hay que concluir por último y tener por constante la proposición siguiente: “yo soy, yo existo”, es necesariamente verdadera, mientras la estoy pronunciando o concibiendo en mi espíritu.
B. El presente texto está tomado, pues, de las Meditaciones metafísicas, obra publicada por Descartes en 1641, concretamente de la segunda meditación, donde expone la naturaleza del espíritu humano, más fácil de conocer, a juicio suyo, que el cuerpo. El texto recoge las radicales consecuencias del planteamiento de la duda metódica y el hallazgo de la primera verdad fundamental como resultado de esa duda: la existencia del yo (en este caso del ‘yo’ de Descartes). La duda afecta a todo lo que pueda ponerse en duda. En primer lugar, los datos de los sentidos: supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas… Ni siquiera las cualidades primarias de los cuerpos, tales como la figura, la extensión o el movimiento quedan en pie. El propio cuerpo de Descartes no existe. La duda es universal. Nada puede sostenerse, pues, con certeza, excepto esta proposición meramente negativa: que nada hay cierto en el mundo. Pero aunque la duda es universal, no deja de ser metódica, es decir, no se trata de una duda como la de los escépticos, para quienes nada puede conocerse con certeza, sino de una duda en busca de una certeza absoluta. Descartes no duda por dudar sino porque piensa que no hay otro camino para hallar la verdad. Hay que subrayar, pues, la notable diferencia entre la duda cartesiana y la escéptica. La duda de Descartes es así una duda radical, pero metódica, pues es una duda encaminada a desprender y aislar la primera verdad evidente, la primera idea clara y distinta, la primera naturaleza simple: el cogito. De la duda nace, como es sabido, la primera verdad y de ésta el criterio de verdad basado en la evidencia, el cual no es otro que la primera regla del método cartesiano.
Entre los motivos de la duda se hallan las diferentes opiniones de los filósofos así como las diferentes costumbres de los pueblos, pero principalmente las falacias de los sentidos y la imposibilidad de distinguir en muchas ocasiones el sueño de la vigilia. En el texto se hace hincapié en la negación de los sentidos y del propio cuerpo. Descartes está tan convencido de la falsedad de nuestros sentidos que decide no estimar su testimonio en absoluto. La conclusión es que no hay nada en el mundo: ni cielos, ni tierra, ni espíritu, ni cuerpos… El propio Descartes no tiene sentidos ni cuerpo alguno. Pero ¿no se estará engañando Descartes en este punto?, o mejor dicho, ¿no lo estará engañando algún genio maligno, o como él mismo dice, algún Dios o alguna otra potencia? Descartes no cree que la hipótesis del genio maligno sea estrictamente necesaria para suponer que todo es falso. En el caso de las verdades matemáticas tal hipótesis quizá sea necesaria para persuadirse de su posible falsedad, pero en lo que respecta a la supuesta falacia de los sentidos, no. Él mismo es capaz de estimar, sin necesidad de suponer que lo engaña alguna potencia extraña, que nada es verdadero.
Ahora bien, ¿significa esto que Descartes no existe en absoluto? En modo alguno. Si Descartes sólo fuera un cuerpo acaso podría suponerse que él mismo no existe porque no es más que un producto de la ilusión de sus sentidos. Pero Descartes no lo cree así. Si él ha llegado a persuadirse de algo, por ejemplo, de que “no hay nada en el mundo”, es porque de algún modo él, Descartes, existía, aunque no sepa todavía en qué consiste su existencia. De ese modo, incluso si se acepta la hipótesis del genio burlador, él mismo, Descartes, tiene que ser algo, si es que es cierto que ese genio maligno le está engañando. Así, pues, por mucho que le engañe, jamás conseguirá persuadirle de que él no es nada ni hacer que sea nada, al menos mientras Descartes piense que él es algo. Descartes llega así a su primera verdad fundamental, formulada ya en el Discurso del método, la verdad fundamental del cogito, la cual consiste en la evidencia de la existencia de nuestro ‘yo’ –yo soy, yo existo-, evidencia que no es objeto de una demostración sino de una intuición. Llega así Descartes a la piedra angular de su filosofía, el cogito, criterio de toda verdad. A partir de aquí, Descartes trata de demostrar la naturaleza del espíritu, la cual consiste en pensar, su distinción real del cuerpo, así como la existencia de Dios, verdadero punto crucial de la metafísica cartesiana, que le permitirá convencerse, finalmente, de la realidad del mundo exterior.
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